El día cuatro ha sido tranquilo. Aprovecho el tiempo y doy gracias
Alejandro iba a ser médico saliera el sol por donde saliera, porque es hijo de dos galenos excepcionales y creció en una casa-consultorio (sin serlo técnicamente), bálsamo de madres asustadas con niños enfermos a las 7:00 de la mañana lo mismo que a las 10:00 de la noche. Sus dos apellidos, Fernández Alpízar, son escudo y cruz. Ya lo sabe.
Alejando es jovencísimo, del tipo recién graduado que muchos no quisieran ver en un Cuerpo de Guardia, porque la Medicina, dicen, es de gente vieja, con experiencia. Un recién graduado que ni vacaciones tuvo. Un día estaba en el aula y al siguiente en un consultorio. En mi consultorio.
El martes después de que el test confirmó la sospecha llamé al consultorio y me respondió él, pero no reconocí su voz. Le expliqué la situación, le di mi dirección, y cuando mencioné mi nombre me interrumpió y me dijo “Sayli, es Alejandro”. Fue como si me hubiera dicho “Sayli, es Hipócrates”; ahí yo supe que la COVID-19 conmigo no va a hacer la raya.
Ese niño al que solo le veo los ojos viene todos los días a la casa y desde la puerta nos ausculta sin apuro, nos toma la tensión arterial y hace el interrogatorio de rigor. Yo soy bastante buena paciente, debo darme ese brillo, porque conozco palabritas y si le digo que me tomé un acetaminofén no digo calmante, sino antipirético o analgésico, por ejemplo. Fina y divina, yo que nunca quise estudiar Medicina.
Ayer, cuando la tensión se disparó, mirando la hora y que él no venía, abusé de la confianza y le mandé un sms. Llegó al ratico, en su bicicleta y con su sobrebata, la careta, dos nasobucos, su pomo de alcohol, el estetoscopio en el cuello y unas ojeras grises de cansancio. Me dio pena, pero me sentía mal.
Acababa de salir de una reunión en la que le informaron que en los consultorios comenzarían a inyectarle Biomodulina T a los ancianos, otra tarea más para la Atención Primaria en medio de la vacunación, el enfrentamiento a la pandemia y todo lo demás. A veces creo que son demasiadas. Probablemente él también, pero no lo dice.
Alejandro y yo nos conocimos un día de junio de este año, aunque parezca, por lo dicho, que lo conocía de toda la vida. Él estaba en el Centro de Aislamiento en Ceballos 6 y yo llegué hasta allá para intentar contar un poco lo que parecía terrible. En junio en Ciego de Ávila se reportaron 2 710 casos positivos y parecieron muchos. En julio el total fue de más de 16 000.
Entonces escribí esto: “Su día comienza a las 7:00 de la mañana y va de pasar visita, conversar con los pacientes, ‘darles terapia’, compartir sus pesares, hacer el ‘papeleo’ de rigor, estar preparado para informar una mala noticia o no sorprenderse ante reacciones descompensadas por una buena, hasta estudiar un poco, cuando se puede. Si habla de su novia dice que es guapa (linda y valiente en dosis iguales) y le gusta tanto su profesión que no ha dudado en estar en la Zona Roja del Hospital Provincial Roberto Rodríguez, de Morón. La preocupación va y viene en mensajes y videollamadas de WhatsApp y la emoción, salada, sube y baja de los ojos, como la marea”.
Mucho de eso se mantiene, aun cuando ahora duerma todos los días en su cama. La pregunta que no dejo de hacerme es si este muchacho tan valiente logra dormir del todo bien o, incluso con la cabeza en la almohada, sigue pensando en la gente que, como yo, respira mejor cuando él le dice que tiene los pulmones limpios.
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En la Europa " Rica , culta " y paladín de los derechos humanos y del estado de bienestar, las consultas son por teléfono, a mi que estuve con síntomas me dijeron que me quedara en casa , hasta que me pusiera " malo " . Ahh y las lineas telefónicas para el médico se congestionan . Por " suerte " lo mío fue un resfriado, que lo cogí en la cueva donde pase el confinamiento por tres meses.
Pronta recuperación.
Brmh