Con Martí supe, muy temprano, que son los que saben querer, que lo iluminan todo y que su fuerza arrasadora compone almas, sentimientos y va de rincón en rincón despertando los sueños, preparando los colores del día, anunciando la llegada del sol, ese que tantas veces guardan para después ponerlo a brillar en el pecho de Cuba.
Con nuestro amigo sincero supe que son la esperanza en un mundo que puede llegar a ser insostenible, que puede tornarse cruel, inhumano, deshabitado gracias a la fuerza de todos los males; y, sin embargo, que la pureza de la que son dueños los elevará para hacer de ese sitio oscuro un mejor lugar donde quepamos todos.
Demasiado pequeña ya supe el valor que tenía, lo que significábamos en medio de la gente adulta. Descubrí, tempranamente, que cada cuidado que nos prodigaban era parte de una cultura del atesoramiento, del querer conservar lo que vale mucho, lo que no puede ser quebrado, ni lastimado, aquello que solo podemos tocar con la fuerza del amor más puro.
Nunca me sonaron frías las palabras con las que me dejaban saber cuánto valíamos, ni vacías, pues venían acompañadas del cariño protector, del alimento a tiempo para el cuerpo y el espíritu, del velo que nos cubriría de la maldad de cualquiera, del desprecio que se atreviera a asomar; de la dejadez, el olvido o el abandono, si es que, por cualquier torcida del destino, aparecían.
Temprano supe que las hermosas palabras de mi escritor y maestro favorito, estampadas en La Edad de Oro, no eran mentiras; supe que ellas se habían grabado con fuego en el alma de esta tierra, en los sentimientos de todos y en las políticas que debían, necesariamente, protegernos y hacernos crecer como buena semilla.
Intuí que no existía incapacidad humana que pudiera imponerse sobre la suprema decisión de que los niños y niñas éramos lo más sagrado, para los que había que ganar todas las batallas, los que, al final de cada día, tenían que dormir en la paz que acariciaron y conquistaron otros; con el cuerpo y el alma saciados, con el espíritu puro e intocado; con cada fibra del corazón alimentada para que un día encontraran caballos de coral donde quiera que estuvieran.
Nada pudo interferir en eso que viví en la más bella edad; ni algunas carencias, ni las vueltas de la vida, porque no hubo cansancio en mis padres, ni dejadez en mis maestros; porque no hubo olvidos. No existió desprecio ni desidia institucionales, el diseño para proteger el tesoro que éramos resultó perfecto.
Y perfecto es y seguirá siendo, necesaria y obligatoriamente, para que la esperanza no padezca, no se quiebre a destiempo.
En momentos tan duros, a pesar de todos los males, en medio de quebrantos que para algunos pudieran hasta tornarse infranqueables; en medio de la parte más oscura de las tormentas, asediados, vilipendiados tantas veces, no falta la mirada amorosa y comprometida con los más pequeños, no se oculta el modo veraz y contundente con el que se pone rodilla en tierra para que sean el centro de todas las preocupaciones, de todos los desvelos.
Un día se celebra el valor de sus existencias generosas, pero cada jornada se trabaja para ellos, con ellos. Un día se festeja, porque otros no se duerme para hacer cumplir todos los compromisos, los tratados, los códigos; para que nada sea palabra vacía, letra muerta; para no confundirnos en alharaca altisonante, cegadora.
Con Martí aprendí que nadie tiene el alma más limpia para querer de manera más pura; que en ellos habita la esperanza con la que hay que levantar el mundo. Lo aprendí tempranamente, porque Cuba lo había aprendido mucho antes, porque para existir imponente y altiva, como ese hermoso sitio en medio del mar, necesita de la sonrisa iluminada y sonora de todos sus niños.