Medio Oriente: Cada día más dramático y difícil

Desde los más remotos tiempos al presente, cada día, semana, mes y año pareciera ser el más dramático y difícil para la región del Medio Oriente.

Por experiencia personal, haré solo referencia a la década de los años 70 del siglo pasado en el Líbano, cuando en calidad de periodista viajé tres veces a ese país y a otros Estados vecinos.

El apasionante, aunque complejo mundo medioriental, y la lucha por la autodeterminación del pueblo palestino, atrajeron siempre mi atención, aun mucho antes de haber pensado en estudiar periodismo.

La mayor parte de estos apuntes fueron tomados en 1974, 1978 y 1979 de entrevistas, notas o trabajos periodísticos. El 55 aniversario de Prensa Latina (PL) sirve también de impulso una vez más para demostrar su validez informativa.

Granadas de fragmentación contra civiles

Si sólo hubiera vivido como experiencia una inesperada visita a un campamento palestino en la ciudad de Nabatiye, sería suficiente para haber comprendido hasta dónde pueden llegar la venganza y el dolor humano.

La investigación directa de las fuentes de información resultaría imprescindible ante la gran cantidad de voceros, organizaciones y rumores. En la oficina de PL se escuchaba siempre la radio nacional, también la de Israel y otros países, en busca de mayor rapidez del mensaje.

Fue así como supimos que aviones israelíes estaban bombardeando un campamento palestino en Nabatiye, a unos 50 kilómetros. Con la traductora al volante salimos lo más rápidamente posible. La vía, una carretera estrecha que bordea la costa sinuosa del mar.

Centenares de personas, familias enteras, venían a pie como hormigas con un destino incierto, lo que hacía más difícil la conducción. En el trayecto era imprescindible mostrar constantemente la acreditación ante la demanda de distintos grupos uniformados.

La mayor parte de los campamentos palestinos estaban construidos de forma precaria, espacios pequeños de los más diversos materiales, piedras, madera, cartones, ladrillos, casas de campaña, un conglomerado de viviendas, separadas por estrechas vías peatonales, sin un orden urbano previamente establecido.

El agua escasa y las familias numerosas. En este ambiente de indefensión hacía aún más estragos la aviación israelí, cuando lanzó aquella mañana su carga mortífera de forma indiscriminada.

Nadie sabe con seguridad cuántas personas perdieron la vida o fueron heridas y mutiladas. No existe calificativo lo suficientemente adecuado para describir el espectáculo de aquel rompecabezas gigante. De los pocos árboles que quedaron en pie y casi sin hojas flotaban al viento pequeños pedazos de objetos domésticos, trozos de tela, zapatos de diferentes tamaños, juguetes infantiles y, lo más increíble, restos humanos.

Algunas personas oraban y pedían clemencia a Alá, lloraban, proferían amenazas o decían el nombre de sus familiares. Inconsolables, deambulaban perdidos en busca de algo que les permitiera identificar a sus seres queridos.

Nadie comprenderá que nunca una noticia urgente, una información ampliada y un reportaje, aunque lleguen a la mesa de todas las redacciones del mundo con la narración de estos hechos, podrán reflejar en su magnitud esos sentimientos ni las palabras adecuadas para describirlo.

Aún guardo junto con algunos libros la mitad de una granada de fragmentación del tamaño de una naranja mortífera, que recogí en el lugar. Una sola de las 125 esquirlas que tiene en cada tapa es ya mortal. La bomba madre, alargada y puntiaguda, guarda a su vez en su panza 125 granadas de este tipo. Tenía varios pedazos de esos artefactos, pero colegas y amigos querían guardarlas también para recordar a ciertas mentes incrédulas y desmemoriadas que esas bombas tienen inscrito "Made in USA".

Lamentablemente, en muchas ocasiones que visité el sur libanés pude constatar los efectos dejados por las bombas lanzadas por la aviación israelí.

Miles de personas huérfanas o mutiladas para siempre, sin contar el daño psicológico causado a personas de cualquier edad. No se trataba solo de combatientes armados con la aspiración de vivir un día en su tierra.

Fragatas israelíes en acción

La prensa escrita, las agencias y la radio amanecieron un día con la noticia de que fragatas de guerra israelíes estaban a la vista en la ciudad de Tiro, cerca de la frontera con Israel. Esa presencia constituía un peligro para el campamento palestino de Raschadiye, uno de los más grandes, que realmente se concretó.

Hacía pocos meses que Israel había invadido el sur del Líbano y organizado una milicia —el Ejército del Líbano Libre— dirigida principalmente por libaneses cristianos, aliados o militantes de la falange.

Casi al mediodía decidimos salir hacia la antigua ciudad de Tiro, fundada por los sidonios en el tercer milenio antes de nuestra era, principal núcleo de la expansión fenicia, y a unos 90 kilómetros de la capital, en busca de nuestra propia visión informativa.

Otra vez la experiencia de aquella ruta estrecha, con un poco más de movimiento que el habitual y un creciente tráfico humano hacia Beirut. Cuando habíamos recorrido alrededor de la mitad del trayecto, aumentaría el número de personas que salían de los pequeños pueblos costeros. Ya había comenzado el cañoneo.

En la vía supimos que muchas casas del campamento habían sido impactadas con proyectiles explosivos de artillería naval.

En una estrecha calle dejamos el auto y avanzamos hacia donde escuchábamos gritos y conversaciones. Un grupo de civiles trataba de apartar escombros y ayudar en medio de aquel caos. Desde donde estábamos podíamos ver perfectamente varios barcos que permanecían allí, quizás mirando los resultados de su obra y limpiando el armamento usado.

Todos los vecinos insistían en que avanzáramos. Al final, un niño de unos 10 años permanecía sentado en el suelo frente a su pequeña casa pintada de blanco, inmóvil, con sus grandes ojos abiertos y fijos quién sabe a dónde. Los conocidos o amigos le hablaban, le pasaban la mano por la cabeza, suplicaban que respondiera, pero todo esfuerzo era inútil, parecía sumido en el mundo del silencio.

Sobraban razones. La familia, sus padres y cuatro hermanos —nadie sabía la cifra exacta de personas— comían sentados alrededor de una mesa tradicional, casi pegada al piso, cuando el proyectil atravesó las dos paredes de la habitación y siguió su fatídica ruta. Detrás dejaba una estela de cuerpos destrozados, que con la sangre derramada fue pintando con desiguales trazos el techo y paredes de la humilde morada.

Solo el pequeño Ahmed había salvado su vida. Costó esfuerzos alejarlo de aquella pesadilla. Frágil, con pasitos lentos, rodeado de brazos amorosos, aún inmerso en el mundo del silencio y la soledad, avanzaba entre los escombros. Muchas veces he soñado con esta imagen, quizás reforzada por hechos similares del presente que aún son una constante.

Noche de horror

Un ruido ensordecedor y prolongado sorprendió y estremeció a gran parte de la ciudad. Era media noche. Sin saber lo ocurrido, tenía la certeza de que se trataba de una gran explosión en el barrio donde vivía, cerca de la oficina de Naciones Unidas.

Muy temprano pude comprobarlo: un edificio de 10 pisos con decenas de apartamentos había sido enterrado, literalmente hablando, y solo un piso sobresalía al nivel del suelo. Cientos de personas se aglomeraban en los alrededores, espantados ante el espectáculo.

La onda expansiva de una poderosa carga explosiva había hecho estragos no solo al edificio, sino hasta en las calles aledañas. Decenas de puertas y ventanas habían volado, objetos diversos yacían en cualquier lugar e increíblemente varios autos habían saltado por el impacto y aparecían incrustados en balcones de viviendas.

Toda esa destrucción era poca comparada con el dolor de las familias sobrevivientes, cuando regresaron y no encontraron el inmueble. Sin dar crédito a la realidad, exigían un proceso de excavaciones que diera la posibilidad de encontrar sobrevivientes. Más de 200 civiles perdieron la vida.

Se decía que existía una oficina del Frente Popular y esa noche se reunirían allí varios dirigentes palestinos. Diversas fuentes achacaban a Israel el hecho, en contubernio con fuerzas de la extrema derecha libanesa. La magnitud de la acción daba la oportunidad de pensar lo peor, por los medios utilizados y la brutalidad.

Poco a poco, las labores de rescate fueron acabando. Una semana después, por la tarde, pasamos por allí para tener la seguridad de que la búsqueda se daba por concluida. Cuál no sería la sorpresa al presenciar una discusión de familiares que arriesgaban también su vida en aquella búsqueda, empeñadas en proseguirla por su cuenta.

Tenían la razón. Una o dos horas después, aparecían dos hombres con una niña en brazos de unos 10 años; sin color en su piel, deshidratada a simple vista, con una abundante melena como plateada, erizada en toda la longitud de sus cabellos como un inmenso arco que coronaba su cabeza. En su rostro sin color, transparente, dos inmensos ojos negros, brillantes, miraban fijos sin ver. La pequeña había quedado atrapada entre los escombros, en la esquina de un cuarto de baño, y sus débiles gemidos la descubrieron.

Durante varios días vimos a la niña en el hospital, quieta, sin hablar, con expresión de asombro en su rostro. Seguimos de cerca la información de los hechos, de esta acción criminal. Pagaban inocentes.

La realidad tocó a nuestras puertas, era una pesadilla para no conciliar el sueño porque podía ser mañana cualquier otro edificio el que valora por los aires con todos sus habitantes.

El peligro era latente, había amenazas contra los periodistas y crecía el número de artefactos dinamiteros colocados en autos. Un periodista húngaro había sido blanco de un atentado en su coche. Elementos más que suficientes para darle muchas vueltas al auto cada día, con las llaves en la mano, en busca de algo anormal, cuando el deber llama al periodista a cumplir con la sagrada misión de la información y sabes que en la central, en La Habana, esperan algo nuevo y distinto de ti.


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