La manigua lloró a Martí

A la una de la tarde el Delegado del Partido, montado sobre Baconao, comienza a escuchar las aguas del Contramaestre. Caballo y jinete sudan indefensos ante la mezcla de calor y humedad que reina en el aire. Junto al resto de las tropas cubanas, atraviesa el río por un pequeño paso de agua. Será su primer combate.

El animal cambia el trote al llegar a las tierras empantanadas de la sabana; las lluvias de los últimos días dificultan el trabajo de la caballería mambisa. Poco a poco arranca el frenesí de la pelea, el ruido de los fusiles, los gritos, los exabruptos... Un reducido destacamento español termina neutralizado por las fuerzas cubanas, pero la columna principal abre fuego.

El general Gómez, severo, intenta salvar la vida del Delegado apartándolo del combate: “Hágase usted atrás, Martí, no es ahora, este es su puesto”. Martí, algo dolido por estas palabras, detiene el paso del caballo, y el viejo militar lo pierde de vista. Es allí donde empiezan las fabulaciones más o menos creíbles en torno a lo sucedido aquel 19 de mayo.

Muchos años después, el periodista e historiador Ciro Bianchi analizaría varias hipótesis para luego refutarlas. Desde el supuesto intento de fuga hacia la costa, frustrado por su muerte, hasta el suicidio estimulado por las discrepancias con los jefes insurrectos o la incapacidad para controlar a su caballo; la mayoría de los documentos y testimonios están plagados de lagunas, inexactitudes y planteamientos incoherentes con el carácter de Martí o la situación geográfica de Dos Ríos.

Esa tarde, cuajada de recuerdos borrosos, el Delegado galopa en compañía del joven oficial Ángel de la Guardia. Ambos terminan demasiado cerca de las líneas enemigas, agazapadas tras la abundante maleza.

Una ráfaga de balas surge en el interior de los matojos. Tres disparos alcanzan el cuerpo del insurrecto: uno lo hiere en el muslo, otro —a la altura del pecho— destroza su esternón, y mientras cae del caballo, un tercer proyectil penetra por el cuello y sale desgarrando parte del labio superior.

Probablemente no tiene tiempo de pensar en nada, o puede que sí. Quizá en los próximos quince segundos entiende que allí termina su lucha y, con el tibio manar de la sangre, teme por los destinos del continente si la guerra de Cuba no logra completar su verdadero encargo.

En esos breves instantes el sol de mayo ilumina su figura de jinete vencido. Las ropas negras del Delegado contrastan con el techo celeste, y los hierbazales reciben con un golpe mudo el cuerpo exánime. Continúa el combate, las balas silban a ambos lados del campo, y en el lecho espontáneo de maleza, fango y coágulos nace el misterio de su leyenda.

El joven De la Guardia logra volver a duras penas para comunicar la noticia. También regresa Baconao, bañado en la sangre martiana. Máximo Gómez, desesperado, intenta recuperar el cadáver, pero casi pierde la vida; la fusilería enemiga le impide el paso.

Envuelta en el aire pegajoso de la tarde, la inquietud crece en las filas mambisas. El líder de la Revolución, el único capaz de mediar entre los grandes caudillos de la guerra, está muerto o gravemente herido. Tal vez puedan rescatar al Delegado, deben agotar todas las posibilidades, quizá todavía se encuentre vivo…

Y mientras los insurgentes persiguen sin éxito a la columna de Ximénez de Sandoval, ya en franca retirada; la manigua irredenta, testigo de tantas muertes, llora en silencio el fin de las utopías y espera otra vez el nacimiento de la estrella que ilumina y mata.


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