Morir a los 27 años es una de esas jugarretas crueles de la vida. La gente nunca se acostumbra a las partidas apresuradas, a ese instante en que un joven rebosante de sueños y energía respira por última vez y se adentra en el misterioso camino hacia la nada. Y menos aún se comprende la muerte cuando llega rápida y feroz, como ave de rapiña, arrebatándote de los besos de tu novia, de los abrazos de tus padres, de la gratitud de un pueblo entero, para convertirte en un cadáver perdido, insepulto, que cada mes de octubre recibe flores y versos.
Si Camilo lo hubiera sabido, si al subir a aquella avioneta hubiera tenido la certeza de que sería su último viaje, probablemente se le habría apagado la sonrisa. No era justo. No lo es.
Después de sobrevivir a la guerra, de hacer en tres años más de lo que muchos lograremos en toda una vida, merecía vivir. Le tocaba saborear el triunfo, ser parte de la épica de los años 60 y morir de viejo un día cualquiera, con una esquela en el Noticiero Nacional de Televisión y poco más.
Seguro que lo habría preferido así. Habría cambiado su final trágico, preñado de leyenda y resignación, por una existencia larga y monótona, sin más gloria que la de cumplir cotidiana y silenciosamente con su deber. Se habría casado con Paquita, habría tenido hijos —uno de ellos se llamaría Ernesto— y quizás sus maneras campechanas y su carisma a prueba de desesperanzas habrían irradiado durante años los pasillos de algún ministerio.
Pero nadie lo sabrá nunca. El vuelo que no debió ocurrir dejó una Isla sumida en la tristeza y el luto. Las siguientes generaciones aprendimos, por tradición, el rito masivo de llenar lagunas, ríos y mares con un huracán de flores para Camilo.
Desde entonces, el relato de su vida fugaz quedó ligado para siempre al misterio de sus últimos minutos y al paradero desconocido de la aeronave en la que viajó, sin retorno posible, hacia la eternidad, porque los mitos no mueren: se disuelven en el tiempo para renacer en cada memoria que los evoca.