Escuela sin etiquetas

Por mucho que pasen los años y cambien las personas o los reglamentos, la escuela es uno de esos lugares que debieran mantenerse inamovibles y, aclaro, no quiere decir enajenarse a las transformaciones que, para bien, “sufre” la enseñanza en el mundo entero.

En Cuba, la escuela fue concebida como ese espacio donde confluyen el mulato, el negro, el blanco, el hijo de campesino y de obrero, con la descendencia de los científicos más importantes y los artistas de renombre. Al menos, esa fue la mezcla que Ernesto Guevara deseó ver en las universidades y, para no redundar, se aplica a todo nuestro sistema educacional.

Llegar a ser una de las naciones reconocidas a nivel internacional, en términos de enseñanza sin exclusividades, requirió de varias etapas y una de ellas fue la adaptación. Sí, porque después de años acostumbrados a escuelas privadas y públicas, a hombres y mujeres analfabetos, cuesta trabajo entender que, en un aula, no pueden existir prejuicios, mucho menos discriminación.

Con el “Periodo Especial”, la gente aprendió a economizar lo que tenía, a compartirlo, que la igualdad era la diferencia más bella, mientras, en las escuelas, el uniforme, prenda escolar por excelencia, nos recalcaba el equilibrio en la enseñanza.

Negarse al cambio, al buen cambio, es chocar contra lo absurdo y entrar en un estado de stand by, cuando, alrededor, todo, absolutamente todo, se transforma. Pero, si hay algo que en nuestra sociedad no puede cambiar es lo que sucede puertas adentro de un centro escolar.

Que el uniforme no fuera llevado correctamente, con todos los accesorios que lo componen, como la pañoleta para la educación primaria o el distintivo, en la secundaria, era en mi etapa estudiantil, cuanto menos, un llamado de atención suficiente para que no se olvidaran dos veces.

Hoy, el uniforme va despojándose de su significado literal para convertirse en moda. Quien lleve los pantalones más ceñidos al cuerpo, las sallas cortas, las cadenas, los anillos, el celular de último modelo, es bien visto por sus compañeros, y por algunos maestros con la permisibilidad sin límites como para hacerse los de la vista gorda y dejar pasar esos “detallitos”.

En Sancti Spíritus, la situación no es muy diferente.

Pecaríamos de ilusos si creyéramos que en las escuelas lo único que se transforma es la vestimenta. Llama la atención cómo el número de motorinas en esta ciudad aumenta y son los estudiantes, sobre todo los del preuniversitario, quienes las usan más comúnmente.

Pareciera una regla que solo encuentra su excepción en quienes se trasladan en bicicleta, en ómnibus o a pie, aunque, lo triste del asunto pudiera estar asociado a la posibilidad real de valorar a los otros por su medio de transporte, como si andar en motorina fuera una carta de presentación que te hace más importante, solo por tenerla.

Otras actitudes también influyen en la percepción que de la escuela tiene la sociedad y ponen a pensar a los padres en cuál sería la mejor para sus hijos: la maestra que en el aula grita a los alumnos, como “en la casa a su hijo”, el mal ejemplo de fumar ante otros, con la prohibición de hacerlo, la necesidad de buscar un repasador, pues las horas de clase no son suficientes para la formación del infante, y las madres volviéndose “locas” para comprarle a sus hijos una bolsa para la merienda de casi 20.00 CUC, porque “el niño no es menos que nadie”.

Ojo, ni son todos los profesores ni todos los estudiantes. Lo que sí queda claro es que la enseñanza en Cuba no puede reducirse a lo material, donde quien tenga más posibilidades económicas mire por encima del hombro a quien acata el Reglamento Escolar y todo lo que este implica. Sería una pena que las relaciones de nuestros hijos comenzaran con un “Hola, soy Lisandra y tengo un Águila roja”.


Escribir un comentario


Código de seguridad
Refrescar