Que en el barrio cada quien conozca a su médico y a su enfermera es un lujo que podemos darnos desde que viera la luz, el cuatro de enero de 1984, el Programa del Médico y la Enfermera de la Familia, y se hiciera extensiva la práctica de una medicina preventiva y la promoción de estilos de vida saludables.
Desde entonces la mejora de los indicadores de salud, el aumento de la calidad de los servicios en los policlínicos y una mayor resolutividad en el nivel de las comunidades son verdades innegables, aunque no absolutas.
Hubo de llegar la COVID-19 a sacudirnos estos conceptos y a agudizar las falencias del modelo de Atención Primaria, las cuales venían esbozándose y habían motivado algunas transformaciones en el sector. De hecho, mucho antes de la llegada del virus el Programa de Medicina Familiar mostraba síntomas preocupantes que ponían en evidencia la saturación de los pasillos de los hospitales, lo mismo para quitar un punto quirúrgico que para inyectar un Diclofenaco.
Entonces Invasor habló de la fiebre del hospital y de cómo alrededor del 50 por ciento de los casos atendidos en los Servicios de Urgencias se correspondía con el Código Verde, personas sin riesgo evidente para la vida, que podían encontrar una solución en el nivel primario. Dos preguntas quedaron suspendidas en el aire: ¿Indisciplina o el paciente no encontraba o no confiaba en la calidad del servicio brindado en consultorios y policlínicos? ¿Cuán efectiva y sistemática es la proyección comunitaria de los especialistas?
Ahora, una mirada rápida a programas priorizados, que dependen, en gran medida, del trabajo hecho en la base, nos devuelve indicadores en rojo. Solo así se entiende que la mortalidad infantil esté entre las más altas del país, que se incumpla con la clasificación de los riesgos en embarazadas y lactantes o que el programa de donaciones de sangre necesite el chequeo constante de las máximas autoridades de la provincia, con tal de cumplir con las entregas necesarias, que no siempre son suficientes.
Tampoco significa que el consultorio sea “el chivo expiatorio” de cuanto protocolo se aplique mal o que el tránsito hacia la gravedad suceda en un hospital, pero está claro que ha fallado la estabilidad de los recursos humanos, el diagnóstico oportuno, la intersectorialidad y la adecuada dispensarización de la población.
Igual de nociva ha sido la presión por la estadística o por completar el papel, tanto que ha desplazado la visita de terreno al paciente crónico o encamado, la promoción y la efectividad de la pesquisa para detectar el caso febril inespecífico o auscultar el síntoma respiratorio.
Si hasta aquí pudiera entenderse que se trata solo de fallas en la cadena de atenciones, que derivan luego en mayor mortalidad y morbilidad, habría que decir que el torbellino de trabajo desatado en las comunidades en los últimos días ha puesto el dedo en la dejadez de años.
Digamos que sólo en el municipio cabecera, según datos aportados por el intendente Roberto Obregón García, 38 consultorios estaban evaluados entre regular y mal, desde el punto de vista constructivo, y faltaba el agua en 30. Entonces, una comienza a imaginar los 1 000 inventos de los especialistas para llevar a cabo pruebas citológicas con la observancia de las normas técnicas o para cumplir las medidas higiénico-sanitarias en estos meses de enfrentamiento al virus sin el vital líquido corriendo en las tuberías.
En algún momento del camino se ha olvidado que el éxito de cualquier obra depende de sus cimientos, de ahí que el consultorio y los equipos básicos de trabajo sean el sostén que permite llegar a mayor cantidad de personas en el menor tiempo posible, la puerta de entrada al sistema de Salud. Si desde ahí se trabaja mal o con altibajos, cómo se gestará el resto.
Se debiera priorizar viviendas en los barrios periféricos para el médico y la enfermera de la familia, cuántas se han destinado para esta actividad en los últimos 5 años en la provincia ? .
Brmh