La Escuela Elemental de Arte lleva su nombre, pero Ciego de Ávila tiene para sí la gloria de una artista que habría que reverenciar en toda su obra. Y merece recomponerse desde la orquestación de muchos
Cortesía del Archivo Provincial A Juana María se le quedó el Ñola finalmente. Murió con el sobrenombre del cariño que le endilgaron cuando todavía era una chiquilla y se sentara a un piano cuya cola, probablemente, fuera más larga que ella esa primera vez. Tenía cuatro años.
Ya después, en todos los sentidos, sería más grande que su piano y que casi todos los pianos del mundo, aunque seguiría siendo Ñola para quienes la descubrían aletargados, sin entender si los mismos dedos que se deslizaban eran, también, los mismos que se hundían sacando acordes en todas sus notas, hasta hacerles creer que un piano tenía más de 88 teclas y mucho más que 200 cuerdas. Que aquello era una sinfonía en vestido y no una mujer sentada al piano, tocándolo.
Era la belleza de oídas e imagino que cerrando los ojos el espectáculo fuera más hermoso que ella; una señora con facciones arábigas de padres migrantes, maquillada como si cargara un afinador de colores y tal cosa hubiera existido para estamparle en el rostro los tonos exactos, de modo que sus pómulos no opacaran sus cejas ni la nariz ensombreciera a los labios. Lucida, además, con la seda y los tacones de ocasión, encendiendo cigarrillos con ese halo que suelen tener los artistas para definir el tempo de todas las cosas. Y su partitura, la de Ñola Sahíg Saínz, que fue Juana María primero, estuvo en un pentagrama donde se escribió el virtuosismo, siempre en los hercios más altos.
La Julliard School de New York, la escuela italiana, la francesa y la británica, serían lugares donde esculpió su obra de concertista y acompañante, que alternaría con el ejercicio de enseñar, en el Instituto Superior de Arte, Historia de la Música. ¿Sospecharía que desde entonces no podría escribirse la de Cuba sin ella?
Ni siquiera Roberto Bullón Domínguez, el musicólogo avileño que se ha vuelto historiador empedernido de la vida de Ñola, es capaz de tales premoniciones. Siendo ella tan sencilla es muy posible que no, que solo se entregara a los otros por el oficio de la bondad; no para dar lecciones de superioridad —que podía, por supuesto—, pero que no impartiría de manera consciente.
Michel GuerraRoberto Bullón Domínguez, entre la papelería que ha ido recopilando porque aspira a publicar un libro sobre Ñola Sahíg Saínz
Años después de su muerte, Hamilé Rozada Bestard, una de sus alumnas, se explicaría por qué Ñola, siendo una excelente pianista de prodigiosas manos, enseñaba Historia de la Música. “Los temas relacionados con la Antigüedad y la Edad Media los dominaba de tal forma que parecía haber vivido esa época”. He ahí un atisbo para entender lo “desubicado” de su asignatura.
Ñola podía ser lo que quisiera. Podía vivir en tres siglos y tocar en cada uno de ellos. Fumar con glamour y descuidar la ceniza sobre el vestido para luego apagarlo con risa estruendosa. Ser la hija de árabes comerciantes, incluso, de los vestidos que ella no querría más; y deleitar con su cultura a Rosina Lhévinne, la profesora ucraniana que le enseñó en New York parte de lo que Ñola dejó al mundo. Podía aparecer con perlas en la universidad de Oxford y llegar sobre una guagua Girón a la Florencia de Ciego de Ávila.
Ese día, José Aurelio Paz la cronicó; acostumbrado a recrear a los grandes, tuvo que escribir de Ñola y entre tantas lindezas de aquel viaje compartido le dedicó esta un tiempo después: “Y siempre las palomas del aplauso, luego de remontar el vuelo nuevamente, volvían a comer a sus manos”.
Diría, además, que era un volcán y que el piano temblaba ante su furia e iría componiendo en imágenes un texto que tituló Si no fuera por la fuga de tu corazón, porque entonces ya Ñola se había quedado en 63 años, muerta en 1988, aun cuando su público y sus amigos siguieran recreando lo que podría haber merecido de vivir un poco más.
Michel GuerraLa información sobre la vida de Ñola aún permanece dispersa. Incluso hay información pública con errores de fecha
Todavía lo hace en 2022 Roberto Bullón, creyendo que le hubiesen dado, mínimo, un Premio Nacional de Música, instaurado 10 años después de su fallecimiento.
Pensando que se hubiera mantenido como la excelente crítica cultural que fue en la revista Bohemia, adonde llegó con el seudónimo de Clara Sand, quizás para evitar que sus ideas se amordazaran al púlpito que habitaba y no al genuino parecer de una cubana cualquiera, capaz de estremecerse desde una butaca en un teatro. Anónima y sensible.
Sabiendo que la inteligencia para dictar cátedra recorriendo el mundo no la apartó de lo arraigado cada vez que visitaba los municipios de su provincia con el lenguaje universal de su música, atemperando sus conciertos al público. Por eso hoy Ñola andaría de guerrillas culturales, fundando centros y liderando proyectos.
Señalándole a algún alumno de la escuela que la honra en su nombre: “Mira, niño, en esa casa donde hoy está Campismo nací yo, y luego mis padres se mudaron a una quinta que quedaba por allá por la Sombrillita”, y así iría quedándose en la geografía, si le hiciera falta. En presente.
O no diría nada de eso porque, en presente, tampoco sería una abuelita doblada de recuerdos y nostalgias; apenas la maestra que, callada, se sentara a componer una pieza para sus muchachos, mientras ellos corren al aula a escucharla sin dar crédito. Más de uno, perdido en el tiempo, creerá que Manuel Saumell o Ignacio Cervantes la mimaron hasta devolverla hecha clase.
Sin embargo, admirarlos y estudiarlos no le pareció suficiente a ella, e inabarcable en sus ansias le sugirió a Bullón que estudiara a esos dos grandes; cosa que el avileño terminaría haciendo en Ucrania, durante un postgrado de Musicología.
Allá conocería de su muerte repentina por un recorte de diario que todavía conserva; un obituario demasiado triste para él que, paradójicamente, se lamentaba de lo cercano que lo había hecho sentir en sus afectos.
Cuenta Bullón que, a su regreso en el 89, organizó una velada en homenaje a Ñola, y entre las tantas palabras que su esposo Nicolás Cossío Sierra dijo estuvo la idea de donar las pertenencias de la artista a una ciudad que siempre le perteneció. La gesta de crear un espacio que atesorara, al menos, su piano blanco de cola, la caja de resonancia desde la cual podría escucharse la sinfonía de Ñola Sahíg Saínz, todavía inconclusa.