A Ciego de Ávila le nació una escuela donde antes había estado un cuartel y, por ahí, si se quiere, comienza la magia de la Ñola Sahíg Saínz, ese lugar de tejas de barro, puntal alto y carpintería monumental, “adosado” a un extremo de la ciudad, que ha sido, por años, un recodo feliz para la enseñanza artística.
Son más de 200 alumnos y siete las líneas de formación existentes en el centro entre carreras cortas y largas, las cuales han modelado con el tiempo sus propias fábulas y maneras para darse: el mejor oído musical es el de los percusionistas, son pocos los varones en danza, los instrumentos de viento ganan el pulseo frente a los de cuerdas, el piano es la base de todo, las asignaturas teóricas son una fortaleza, cada maestro tiene su “librito, cualquier horario es bueno para practicar”…
Entonces, ese ciclo casi infinito de estudio, idas y venidas y presentaciones ocasionales se interrumpe solo dos veces al año por un ajetreo inusual en los pasillos, primero con la captación de nuevos ingresos y, luego, con los pases de nivel, que garantizan la continuidad y el relevo.
Para unos regresar es recompensa y otros echan raíces lejos, a sabiendas de que cada decisión va calando hondo y compone esa relación recíproca entre los artistas y el público, que, a veces, nos deleita con un auditorio repleto y aplausos en ristre, y otras nos recuerda el tamaño de la deuda al no tener aquí una sala de conciertos, una orquesta sinfónica o de cámara, formatos diversos para la interpretación de la música de conciertos y tampoco una sede para Corávila.
Hay dentro de esas cuatro paredes un coro que seduce y va in crescendo con el punteo de los pies sobre el tabloncillo, los ejercicios de vocalización en el aula de canto coral y los acordes de los instrumentos que inundan y perforan el aire.
Algunas interpretaciones son más simples, porque la enseñanza artística, despojada de adjetivos, se trata de esfuerzo y constancia, de niños intentando descifrar las partituras, de colocar los dedos en la posición correcta, de dosificar el aire para soplar, de estudiar en agosto cuando el resto juega y de enfrentar el miedo al error y al escenario.
Pero la magia de la Ñola Sahíg Saínz, también, reside en su nombre, evocación constante a esa ilustrísima mujer de herencia árabe y libanesa, que fue de Oxford a New York deleitando con su impecable ejecución del piano sin que se rompiera el cordón umbilical que la ataba a su tierra natal.
Por más que miremos dentro no alcanzaremos a descifrar a plenitud la rutina, las ganas y los obstáculos que se tejen cada día en sus aulas y pasillos, pero en las páginas de Imagen 2.0 aguzamos los sentidos y la pluma para contar nuestra visión de espectadores desde allí, donde se supone empiecen todas las formas y colores del arte.