Motivos para el orgullo son los que abundan cuando los cubanos damos un repaso al medallero de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020. El hecho de que la pequeña delegación que vistió el uniforme atlético de las cuatro letras ocupara un sobresaliente decimocuarto escaño entre 204 naciones participantes, provoca disímiles lecturas.
Recordemos ahora que del onceno al decimocuarto lugar la diferencia fue mínima, al punto de que las representaciones de Canadá, Brasil, Nueva Zelanda y Cuba conquistaron igual cantidad de cetros, siete. Para que se ubicaran en el orden en que las menciono, fue necesario recurrir a la cantidad de medallas de plata y bronce.
Seis de los títulos de los neozelandeses fueron alcanzados por sus mujeres, cinco por féminas canadienses y tres por brasileñas. En el caso de Cuba, ninguno correspondió a sus muchachas.
Y no traigo a colación el detalle para emprenderla contra las nuestras, autoras de extraordinarias hazañas en la historia del deporte cubano y mundial, sino para insertarme en un debate casi silencioso que en los últimos años valora el retraso de la práctica oficial del boxeo femenino de San Antonio a Maisí, a partir de argumentos de escasa consistencia, en los que se advierte el peso de los estereotipos y los prejuicios.
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Ellas desde una esquina y Ellas en el ring
En tiempos en que las criollas acumulan medallas en otros deportes de combate como la lucha libre, el taekwondo y el judo, y en algunos también vetados en el pasado reciente para las damas, como es el caso del levantamiento de pesas; las practicantes del boxeo se han quedado con las ganas, paradójicamente, en el país que más cetros olímpicos acumula en el pugilismo masculino, desde que en Múnich, República Federal Alemana, sorprendiera a los entendidos y se situara a la cabeza del orbe en la cita de los cinco aros de 1972.
Sería ilógico considerar que virtudes como la velocidad y soltura en los desplazamientos, la fortaleza y precisión en el golpeo, la excelente preparación física y la combatividad sobre el encerado, sean consideradas exclusivas de los peleadores de la Mayor de las Antillas, ¡cómo si no supiéramos de lo que son capaces las cubanas!
Salta a la vista que, ante todo, se trata de impedir que barreras discriminatorias sigan obstaculizando el derecho de las mujeres —sea o no del agrado de la afición— a practicar una disciplina deportiva que, con las debidas medidas de protección, no les afectan la salud, algo que ha sido demostrado desde la ciencia y consolida el creciente auge del pugilismo femenino, insertado en el programa oficial de los Juegos Deportivos Panamericanos desde 2011 y, al año siguiente, en el de las olimpíadas de verano.
Una década después, seguimos aferrados a criterios obsoletos, aunque, en una de las mesas redondas informativas que abordaron la actuación cubana en Tokio 2020 se habló de un cercano análisis del asunto entre las autoridades cubanas, directivos del Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación, y la Federación de Mujeres Cubanas. Ojalá que, de una vez y tras varios amagos y “arrancadas en falso”, aparezca el nocaut que derribe viejas concepciones.
Y no tardará el día en que veamos subir a las boxeadoras cubanas a lo más alto de los estrados de premiación en los principales torneos del mundo, y sean parte decisiva del llamado buque insignia del deporte cubano, si bien ahora, en este “asalto inicial del combate”, muchos no comparten el criterio de apreciarlas, elegantes e impetuosas, sobre los cuadriláteros.