Con lo que damos

Aquella mujer sabía que no iba a curar su enfermedad con las cinco pastillas de las que su amiga se despojó para ofrecérselas, necesitaba muchas más; sin embargo, era el mejor de los comienzos.

Así, la vecina sabe que las cucharadas de azúcar pasadas por arriba de la cerca son las más dulces; como es la más deliciosa la tacita de café que llega sin esperarla, porque no cuelas hace ya dos días.

Son siempre bienvenidas las ropas y zapatos que recibes, como nuevos, porque ya no le sirven a algún sobrino o vecino, y sus dueños no los venden, porque serán más ricos si las regalan. Como ofrecen libros valiosos, juguetes, toallas, abrigos y hasta frazadas, porque todo no puede ser pensar en cuánto cuestan, en qué puedes comprar nuevo si vendes lo que ya no usas.

Los momentos de crisis (que pueden parecer siglos) sacan lo peor de mucha gente; mas aflora lo mejor en muchas otras que en dar y darse centran el sentido de sus vidas, porque ¿cómo se pasa por la Tierra sin esa vocación que es la más elevada de todas?

Creo en los dones, los percibo al instante, veo cuánto adornan a quienes los poseen; y, de todos ellos, el que más amo y abrazo es el don de dar, ese que una vez que te toca no te deja jamás, que te hace revisar gavetas, estantes y hasta la cartera, porque sabes que retener no es bueno, que dondequiera que hurgues encontrarás algo que ni te acordabas que tenías, y por qué no darlo, si una mano extendida, con cualquier cosa que sea, no tiene precio.

Poder solventar cada necesidad, gusto y hasta capricho, es bueno, lo ideal, porque es legítimo desear estar tranquilos, sin el susto del “no hay” o “ya se terminó”; pero, cuando no podemos, o en el momento más crucial, que alguien te diga “coge” puede ser la tabla salvadora.

Del vicio de estar atenta a lo que alguien cerca de mí está necesitando, no me quiero curar; porque, si eso es una enfermedad, es la única buena. La única que vale la pena que sea perenne, crónica, porque, contraria a las demás, no duele; alivia y consuela, y siempre que empeora, se pone mejor.

En tiempos en que algunos no quieren darte ni un gajito de mata de su jardín, sin fijarte un precio; en que en una tarima, al lado de tu casa, el vecino de toda la vida desangra tu mal nutrida cartera; en momentos en que algunos prefieren botar mangos y otras frutas podridas, viandas y especias, para no bajar los precios y menos regalarlas; en instantes en que llegas a creer en que una demencia colectiva pugna por instaurarse; hay muchos que lo ofrecen todo sin pensar si les quedará lo suficiente, muchos que emprenden verdaderas cruzadas por el bien, que atraen a muchos otros en sus intentos por compartir lo más mínimo que tengan porque nada los hace más dichosos.

En tiempos en que todo puede parecer perdido, en que muchas veces la oscuridad se enseñorea, en que el desaliento y los quebrantos penden sobre nosotros; en tiempos en que bajar los brazos puede parecer una opción, para algunos; una mano extendida, una mano con cinco pastillas y un “toma”, puede ser la cura absoluta de todos los males.


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