La miro y me pregunto cuántas mujeres, como ella, acumularán igual cantidad de años, y hasta más, en faenas que demandan elevada capacidad de resistencia para enfrentar los rigores de una jornada que cada día suele ser brava, de campana a campana.
“Pues yo voy para 49 en este mismo lugar (planta Gran Panel, de Morón), donde entré cuando era muy joven, con 18 añitos, y nada, aquí estoy, con las mismas ganas de trabajar, el mismo espíritu y la misma voluntad para hacer bien lo que me toca.”
Su nombre, Luisa Esther Pérez Delgado. La tez, muy oscura; la expresión del rostro, afable y optimista, a prueba de calendarios. Pero sobre todo, persona cuyo modo franco de hablar no deja margen a la menor duda en lo que dice.
“Empecé como almacenera, pero un buen día decidí pasar a operadora de la grúa viajera. Pensé que si Berta Escribano trabajaba en la grúa torre, ¿por qué no iba a poder hacerlo también yo con la viajera? Y pude. Al principio estaba un poquito nerviosa, pero pronto hice con ella todo lo que me proponía.
“Como a los dos años y pico, al desaparecer la planta Santana, comencé como fundidora, que es lo que hago todavía.”
— ¿O sea, que has realizado tres trabajos durante más de 48 años en este lugar?
— Así mismo
¿Y de los tres, el más duro?
— Fundidora, aunque no hay miedo. Soy la frotera; es decir, la que le da frota a lo que aquí se fabrica: marcos de ventana, bateas, a los llamados “duro-fríos”, que son como soportes para calzar el acero en los distintos elementos que producimos…
— Veo que todo eso se hace a pleno sol, ¿No te daña?
— ¿Y para qué está el casco? Además, el sol no mata a nadie, aunque hay que cuidarse de él.
— De cualquier modo, es agotador, porque no estamos hablando de una hora ni de dos al día…
— ¡Qué va!, son ocho, diez, las que haga falta, pero estoy adaptada y, además, me siento con salud, fuerza y capacidad para eso y para más.
Hay algo más que me llama la atención: no veo por todo esto a otra mujer.
— No la ves porque no la hay. Soy la única en estas labores. Todos los demás son hombres, cerca de 30 o más, qué se yo.
— ¿Y eso no te ha hecho sentir extraña o mal?
— Para nada, todo lo contrario. Me he sentido y me siento muy bien, porque me he considerado igual como persona, como mujer cubana, ayudada por ellos, comprendida; yo siento que me aprecian y que me quieren, se pasan todo el tiempo usando chistes conmigo, me felicitan el día que cumplo años, por el día de las madres, el 8 de marzo, el 23 de agosto… somos como una familia. Para que tengas una idea, ¿tú sabes lo que dicen?: que yo soy su muñequita negra, sonríe.
— ¿Además de eso que acabas de contarme, de qué otro modo te has sentido reconocida?
— De muchas maneras, pero solo te mencionaré la última, en La Habana, durante una conferencia nacional de la construcción celebrada a finales del pasado año; allí me entregaron un certificado por la dignidad constructiva. Ahora no me preguntes si ese es el nombre oficial, pero en esencia fue eso.
— ¿Y cuándo se quedarán todos esos hombres que te rodean sin muñequita negra aquí?
— Dentro de un año y pico. Quiero completar 50 años de trabajo en este lugar. Antes de eso, que nadie piense en jubilación para Luisa Esther.
— Todo eso está muy bien, pero, ¿has imaginado, en algún momento, cómo serán esos primeros días en casa, lejos de las grúas, arena, cemento, acero, piezas de prefabricado…?
Y solo a esta altura del diálogo, por vez primera, la ocurrente obrera hace una breve pausa, queda por unos segundos en silencio y afirma:
— Terribles. Creo que esos primeros días y semanas de jubilación, serán terribles y que extrañaré mucho a mis compañeros. Trabajar, para mí, es ya un hábito, ¿entiendes?, una especie de necesidad; por eso no sé si aguantaré o si tenga que darme una escapadita de la casa, de vez en cuando, para venir hasta acá.
— Tienen toda la razón, Luisa.
—- ¿Quiénes?
— Tus compañeros de trabajo.
— ¿Por qué?
— Por haberte bautizado del modo más justo y lindo que encontraron. ¿O es que dudas ser, en verdad, la muñequita negra de todos ellos en este gran panel?