Familia sin etiquetas

De aprobarse el nuevo Código de las Familias, quedaría institucionalizado el afecto como elemento constitutivo de familias, sin importar el tipo de organización que adopten.

Manuel tiene cinco años y no hace preguntas, no las necesita. Es un niño inteligente y feliz que vive con su mamá y “su tía” en una casa pequeña y ordenada que parece como de juguete. Es tía quien pone carácter y lo regaña, quien lo ayuda con las tareas y vela sus horarios en estos meses tan raros donde el mismo espacio ha sido sinónimo de escuela, encierro y disfrute.

A mamá la respeta menos, aunque basta que frunza el ceño para que se acongoje porque, al fin y al cabo, es obediente y cariñoso.

Mamá y tía desde hace tres años empezaron una nueva vida juntas. A una le gusta cocinar y la otra es buena con los mandados, aunque no hay reglas fijas en su convivencia. Una trabaja en un círculo infantil y la otra en una unidad de servicios técnicos a equipos electrodomésticos.

Para Manuel esta es su familia, pero Anet y Yurianna han llegado a convencerse de lo mismo por un camino más largo. Cambiaron de trabajo, se mudaron, rompieron con todo lo que les habían dicho que era correcto y enfrentaron el mundo. Por primera vez querían a otra mujer y no sabían qué hacer, si llorar o alegrarse, esconderse o salir.

En Cuba hay muchas familias sin etiquetas

Cualquiera diría que lo suyo ha sido borrón y cuenta nueva, un antes y un después; sin embargo, basta una conversación para descubrir que su historia ha tenido mucho de cuestionamiento, de incertidumbre, y de descubrimiento. Quererse ha implicado asumir otra forma de vivir y ha sido difícil desde el primer día, cuando comenzaron las miradas esquivas, renunciaron a los abrazos o a tomarse las manos en público, y aprendieron a andar sigilosas con tal de que las personas no notaran su amor.

Eso es lo que ellas llaman respeto y lo que, dicen, les ha permitido tener una vida “normal”, sin repudio ni discriminación evidente en el barrio o en sus nuevos centros laborales.

Saben que en otro contexto no haría falta fingir ni encerrar el cariño en cuatro paredes. Si en lugar de sexos y roles normalizáramos el amor y el afecto, esta historia no habría que contarla, ni ellas tendrían que medir las palabras y las poses. Lo bueno es que, después de tanto, han aprendido a ser valientes y miran a la cámara con una sonrisa limpia, porque no le deben nada a nadie.

Para sus madres, en cambio, fue diferente. Necesitaron tiempo para aceptar y comprender. Una dejó de hablarle por dos años a su hija y la otra cayó en depresión, todavía sufre, se angustia y quisiera encerrarlas en una caja de cristal, con tal de salvarlas de todo lo que las rodea y pueda hacerles daño. En algún momento del proceso debieron preguntarse si se vestirían como hombres o, incluso, sufrir y temer que fuesen agredidas o rechazadas.

Eso de no cumplir la norma y de todas seguir de frente, ha sido duro; sobre todo, porque ni el modo general de pensar ni las leyes se ajustan a una realidad que, desde hace rato, se impone y no se lee en código binario. El derecho a conformar una familia libre del esquema patriarcal ha sido entendido por una parte de la sociedad como aversión o limitante, es como si a muchos les afectara en el curso de sus vidas lo que otros hagan con las suyas. Así de ilógico.

Un dato en su momento lo confirmó: cuando se discutía el Proyecto de Constitución, el artículo 68, que aludía al matrimonio como la unión voluntaria entre dos personas, sin aludir al sexo, fue uno de los más debatidos.

Anet y Yurianna lo saben y sus palabras son sabias: “No es la orientación sexual lo que va a marcar la diferencia, sino cuánto se haga en el hogar para construir la convivencia, educar a los hijos y estar en armonía. Somos felices y queremos que el niño también lo sea, pero es difícil porque, puertas afuera de la casa, sí se juzga y discrimina”.

Con el nuevo Código de las Familias, de aprobarse, no sólo se inaugura la posibilidad del matrimonio, sino que, con el establecimiento de la filiación (relación jurídica madre-hijo o padre-hijo) a partir de los lazos socioafectivos y con la introducción de las excepciones de multiparentalidad —las cuales explican que una persona puede tener más de dos vínculos filiatorios, con independencia del lazo biológico o el componente genético—, Manuel podría, legalmente, tener dos mamás.

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Por supuesto, es muy pronto todavía y ellas no se atreven a mirar al futuro, acostumbradas a pensar en presente y a entender sus derechos casi como favores. Sin embargo, sí saben lo que significa el documento y hablan en los términos de equiparar oportunidades, de sumar y no de restar, y de vivir en paz con el resto.

Es por esa paz, que todavía consideran frágil, que no han encontrado las palabras para explicarle a Manuel. Han buscado ayuda especializada y van rellenando con nuevos códigos esos espacios en blanco que un niño de cinco años aún tiene.

Nadie podría cuestionarle estos temores a una madre que protege sin excepciones hasta de las opiniones que cree tendrán los otros, y que teme casi tanto como al rechazo o la frustración porque, en la práctica, los considera casi sinónimos.

Pero Manuel no tiene ningún complejo, no sabe cómo deber ser una “pareja normal” y mucho menos qué son los estereotipos de género, porque nadie se los ha inculcado. Mamá y tía se quieren, los tres viven juntos y son una familia; además de eso, nada más debería importar.


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