Certezas y secuelas pos COVID-19

Cuando Yolanda Reyes Quintana cierra la puerta de su casa sus problemas y preocupaciones se quedan allí, y comienza a pensar en las angustias de los otros. Así ha sido por mucho tiempo, desde que se decidió por la enfermería, y se hicieron habituales las noches en vela y la intención de ayudar a quien lo necesite.

Desde hace 17 años sube cuatro pisos para llegar hasta la sala de Cardiología del Hospital Provincial General Doctor Antonio Luaces Iraola y su vida se redefine dentro de aquellas cuatro paredes entre rotaciones, entregas de turno, canalizar una vena, velar el goteo del medicamento en un suero o ayudar a colocar un marcapasos.

Sin embargo, su saga con la medicina comenzó mucho antes, exactamente, hace 44 años, cuando se entregó de a lleno a ese hospital, primero como enfermera en el salón de operaciones y luego como jefa de sala en Terapia Intensiva por 17 años, de donde saldría solo para trabajar en el recién inaugurado servicio de Cardiología y atender esas otras patologías y gravedades que dependen del corazón y los vasos sanguíneos.

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Consta en su hoja de vida el agradecimiento de los pacientes a quienes ayudó a salvar, los niños que nunca olvidan una cara, los alumnos que ha formado bajo el precepto de que un buen enfermero debe conmoverse por el dolor ajeno y la satisfacción de haber sido testigo cercana de las tres veces que Fidel Castro visitó el hospital, la última el 26 de julio del 2002, cuando quedó inaugurada esta sala como parte del proceso de creación de la Red Central de Cardiología.

Entonces ella se lo imaginó de papel, y no de carne y hueso, tal cual estaba ante sus ojos, y le ha tocado rescribir el recuerdo y traerlo una y otra vez al presente, lo mismo para enfatizar su orgullo que para describir su emoción.

En este lapso de tiempo ni siquiera el cuidado de su madre enferma la apartó por completo de su rutina, solo la COVID-19 y el sobresalto de un PCR positivo, que le puso el mundo de cabezas, vinieron a ser disrupciones súbitas.

Contrario a lo que pudiera pensarse luego de un brote intrahospitalario que sumó cerca de 160 enfermos entre el personal de salud y los pacientes, su cadena de contagio vino por otra dirección y fue su sobrino, trabajador de la Empresa Eléctrica, el detonante de la enfermedad.

Es que cuando el evento institucional fue una certeza, ya ella permanecía en casa atenta al teléfono, orientando y resolviendo desde la distancia cualquier inconveniente, porque a sus 66 años y con diabetes mellitus e hipertensión arterial clasificaba como vulnerable.

La decisión de muestrear a todo el universo poblacional del centro la recibió también por teléfono y se presentó un domingo para la toma del exudado nasofaríngeo. El miércoles fue el doctor Roberto Melo Sánchez quien le dio la noticia y confiesa que la reacción más clara fue la de habérsele unido el cielo con la tierra.

Nunca sintió malestar y tampoco tuvo fiebre o tos, apenas alguna diarrea fruto de las reacciones de los antivirales, y más de una vez se sorprendió midiendo el ritmo de su respiración, sin saber si alegrarse o preocuparse por estar asintomática.

Al quinto día de estancia en el Hospital Clínico Quirúrgico Docente Amalia Simoni, de Camagüey, la radiografía de sus pulmones mostró el avance sigiloso de la enfermedad y las lesiones que le había provocado. La decisión fue trasladarla a otra sala e iniciar el tratamiento con Rocephin y Azotromicina, junto a la Kaletra y el Interferón.

Allí coincidió con médicos y cirujanos avileños, pero no por eso el estrés y las lágrimas fueron menos, al contrario, se topó de bruces con personas que transitaban aceleradamente hacia la gravedad, a contrapelo de las etapas descritas o los pronósticos, y la agobiaba la incertidumbre de si sería ella la próxima en cruzar el umbral de Terapia Intensiva.

Quizás porque de la atención a pacientes graves también sabía le costaba más aceptar su estado: sin síntomas, pero con antecedentes patológicos suficientes para estar en vilo y con el miedo atorado en la garganta.

Yolanda también fue seleccionada para formar parte de un ensayo clínico con nuevos medicamentos y durante siete días extendió su brazo para la realización de varios análisis complementarios que proporcionaban datos clínicos exactos sobre su condición y evolución. Las marcas y sus venas exangües son todavía recuerdos que la COVID-19 le dejó.

Ni la sicoterapia frente al espejo ni su costumbre de ver de cerca la muerte sirvieron para sopesar el encierro, impedir que perdiera el apetito o hacer más dóciles las secuelas. Pasados 18 días de hospitalización había bajado 18 libras, cuando recibió el alta epidemiológica y salió de su casa sintió fatigas y mareos, y un mes después sigue sin poder conciliar el sueño.

Aunque eso no le ha impedido sobreponerse y vestir la sobrebata verde para llegar hasta la sala de Cardiología, a esa “urna de cristal” donde el paciente depende exclusivamente de los médicos y enfermeros porque no se permiten acompañantes y donde todo permaneció impoluto en espera de su retorno.

Allí no solo se ha logrado en los últimos años reducir la mortalidad por enfermedades cardiovasculares, inaugurar un salón para el implante de marcapasos y muchísima disciplina en la atención, sino que se ha creado un vínculo fuerte parecido al de una familia.

Como parte de las acciones implementadas en el Luaces Iraola, una comisión multidisciplinaria evaluó su caso y concluyó que estaba en perfecto estado de salud, sin embargo, Yolanda insiste en que después de haber padecido el virus ya no ha sido la misma. En realidad, de un modo u otro, después de la COVID-19 nadie lo ha sido.

Lo que sí no ha variado es su decisión de trabajar hasta que tenga fuerzas, la convicción de que el hospital es su otra casa y de que si le falta su techo se le viene encima. Certezas intactas que no entienden de secuelas pos COVID-19.


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