Desde hace seis meses Dervis Fis Sardiña ha convertido el celular en otra extensión de su cuerpo. Duerme con él pegado al oído y salir de la inercia al primer timbre es ya un reflejo aprendido, que del otro lado de la línea siempre termina por asombrar. Tampoco tiene una hora fija para llegar a la casa y, mucho menos, para despertar. Cuando se dirige un centro de aislamiento se amanece primero que el sol y se trabaja de lunes a lunes.
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Lo cierto es que su día a día cambió en un santiamén con la llegada de la COVID-19 y fue de una consulta de Estomatología, en el policlínico Belkis Sotomayor, a una rutina voraz en el motel La Rueda, que si se quiere, bien podría servir como bitácora de la pandemia en suelo avileño, no solo por haber sido de los primeros centros en acoger contactos de casos positivos, sino por las vivencias acumuladas, la puesta en práctica de los protocolos sanitarios y los altibajos en el número de ingresos.
Incluso, cuando la curva de contagios descendió, sus puertas continuaron abiertas y los desafíos intactos. Pocas cosas han cambiado allí, excepto que ahora alberga al personal médico que, luego de pasar 15 días en zona roja, espera por el resultado de un PCR para descansar en casa. Entonces una imagina que el diálogo entre colegas es más fluido y que las tensiones son menos.
Difícil debió ser en pleno rebrote calmar los ánimos cuando una muestra recorría un camino más largo para el diagnóstico hasta los laboratorios de microbiología de Villa Clara o La Habana, o explicar hasta el cansancio que quien violara la disciplina y las medidas establecidas incurría en un delito.
Un día en el motel La Rueda comienza con la pesquisa activa de síntomas entre los trabajadores, la organización del desayuno y con Dervis al teléfono emitiendo un parte sobre el estado general del centro. A partir de aquí cada miembro del equipo cumple su parte y no se permite ningún desliz. Usar los medios de protección adecuadamente y el sigilo con los signos vitales de los pacientes son el inicio y el fin de cualquier conversación dentro de esas cuatro paredes.
Existen alrededor de 56 capacidades y tres cabañas se destinan a embarazadas y madres con lactantes. Cuando están ocupadas se complejiza el trabajo y todas las manos ayudan para cumplir con los horarios de alimentación y traer la papilla, que se elabora en otro centro, para los bebés.
Para Dervis el “beneficio” de permanecer al margen del área roja se desvanece mientras detalla los desvelos por una guagua que no llega, la rotura de un equipo, el de pie a las 2:00 de la mañana para recibir nuevos ingresos o la libertad de ir y venir que, después, se hace nudo en la garganta y se transforma en preocupación por la madre diabética que está en casa o por el hijo que ve poco.
Repasar una y otra vez cuantas veces se lavó las manos, a que distancia estuvo del resto o cuántos días faltan para la toma de muestra son, también, reflejos casi inconscientes.
Por eso está convencido de que su familia ha esquivado y saltado los mismos obstáculos que él en este lapso, sin que haya faltado nunca una palmadita en la espalda o una sonrisa complaciente. Solo así se entiende que no hayan celebrado juntos el fin de año porque asegurar el transporte para una alta médica era más urgente.
Antes de llegar a La Rueda ya Dervis había sido pantrista en Ceballos 7, en la Universidad de Ciego de Ávila Máximo Gómez Báez, en el motel Las Cañas y en el del Gobierno enfundado en sobrebata, nasobuco, careta y guantes.
Mucho antes, además, había cumplido dos misiones internacionalistas en Venezuela, en los estados de Falcón y Carabobo, donde vivió en carne propia la distancia, las peripecias del día a día en comunidades vulnerables y los sustos de una guardia en la que curaron heridas a punta de pistola.
De algún modo estas experiencias se entremezclan y convergen como un aluvión de recuerdos. No sabe si es el estomatólogo que dirige, el hombre común y corriente al que todavía lo sofoca el nasobuco o el colega que espera un resultado de PCR con la misma incertidumbre de los que permanecen en área roja.
Describe su trabajo en los términos de una “tarea”, “una necesidad”, otra “misión” y de “dar el paso al frente”, pero pudieran inferirse muchísimos otros sinónimos en ese resumen apretado que intenta con más palabras y que, quizás por eso, se le queda corto.
La primera conclusión es que llevar y traer alimentos es mucho más sencillo que tomar decisiones y coordinar la logística en un centro de aislamiento, pero en ese subir y bajar de escaleras ha estado varias veces cara a cara con el virus y, al menos en dos ocasiones, terminó aislado y con los dedos cruzados ante el resultado de una muestra.
Luego, cualquiera puede confirmar que 24 horas no alcanzan y que allí sobran los desvelos y los riesgos, pero que bien valen la pena si lo que está en juego es un futuro sin COVID-19 y sin insomnio.