A simple vista: Leo

Este es, apenas, el esbozo de un niño al que solo presento como ciego para que se entienda de dónde viene tanta luz.

Dos minutos antes de conocerlo, mientras buscaba su aula de sexto grado, me había sentenciado arbitrariamente con la autosuficiencia de unos ojos que no creían en la felicidad sin colores. Hasta que media hora después era Leo quien notaba mi falta de visión y reducía la lástima al ridículo, obligándome a mirarlo con otros ojos.

Entonces sentí pena de mi pena y ninguna por él. Porque a simple vista era un niño tan inmenso que ni siquiera se daba el lujo de mirarse a sí mismo.

Quiere ser periodista, y cito textual, “para escribir en braille y que los niños ciegos puedan saber muchas cosas de todo. O escritor, que no hay casi libros de cuentos en braille. Yo no tengo ninguno…”, diría con puntos suspensivos que no me atrevo a finalizar, pues todavía sigo sin encontrárselos.

Pero intuí que no lo decía para que me encargara, sino para presumir de su actitud de hablador empedernido, una cualidad de la que da fe Magaly: “Ay, Leo, cállate un rato que me duele la cabeza”, le soltaría su vecina entre risas que lo hacen reír a él mientras lo cuenta, convencido además de que le seguirá dando dolores porque “el cuñado de ella está muy enfermo, aburrido y necesita que le haga cuentos para entretenerlo”.

Del mismo modo sigue insistiendo con su primo que va los fines de semana, a pesar de que le impone límites para que corra a jugar fútbol con otros niños que sí pueden ver la pelota. Prefiere que haga lo que él no puede y cree que, al sentir lástima de él, es la lástima quien hace infeliz al primo.

Tal pensamiento, a sus 12 años, obligó a reventar cualquier nudo de garganta que se hubiese atrevido a desenredarse por los ojos, y convencida de la fuerza que inspiraba empecé a provocarlo sin condescendencia, hasta que su prolijidad respondió, incluso, preguntas que nunca hice.

“No entiendo por qué dejaron embarazarse a mi mamá tan temprano que me parió un 7 de marzo y el 28 ella cumplía los 14 años y por nacer yo sietemesino perdí la retina de un ojo y trataron de arreglarme un pedacito del otro, que es lo que me queda. Un rayito de luz”. Leo dice todo eso de carretilla, sin respiros ni comas, juzgando, hasta donde cree saber, un contexto que lo dejó casi en ceguera total y que no excluye esa posibilidad si un día se cayera corriendo, o de la bicicleta que insiste en montar, o se diera un golpe ingenuo, o los años terminaran por apagarle su resquicio de luz.

Ese rayito de luz del que habla lo vio un día en la consulta de oftalmología y justo ahí sus abuelos paternos supieron que su nieto podía distinguir con el rabillo del ojo derecho, al menos las sombras, las luces y algún que otro objeto grande, nunca los detalles. Lo narra su abuela Ana Celia, quien lo ha cuidado siempre en Ortiz, donde el final del Pasaje E le da cierta tranquilidad a sus travesuras.

 leo y abuelaLeo en una tarde calurosa, encima de su abuela que lo mima sin malcriarlo, dice ella

No obstante, la bendición de una “hendijita” no relativiza la retinopatía de la prematuridad y ella ha tenido que educarlo (y prepararlo) para una ceguera total, que es su diagnóstico más certero. Y aunque hoy pueda tirarse al piso para encontrar la luz a través de sus bolitas de cristal, su visión no le alcanza para los muñequitos del televisor o renunciar al braille.

Y ha aprendido de tal forma que los seis puntos del braille ceden mientras forma palabras y lee al tacto; al punto que uno no sabe si la velocidad de las manos pudiera ganarle a la rapidez de la vista, en caso de que leyera con los ojos y no con los dedos. Es aventajado en extremo y su maestra Ismaray Rodríguez lo admite orgullosísima, sin reconocer del todo que es, también, gracias a su empeño.

A ella, que cuando se hizo Valiente y enfrentó un aula con 17 años, ni siquiera sabía que tendría a cinco niños mudos y tuvo que auxiliarse de un intérprete para aprender y enseñar al mismo tiempo. Si hoy maneja el braille y el lenguaje de señas ha sido, sobre todo, por la pasión que desborda y comparte con Niurka, la seño de Leosdel y Jean Michel, el otro pionero que cursa con él el sexto grado en la escuela especial Águedo Morales.

leo en el aulaMaestra (al medio) seño y dos alumnos: armonía perfecta en el sexto grado de la Águedo Morales

Ellos son los cuatro miembros de una familia que extrapola el hogar al aula cuando hacen fiestas, comparten guayabas, cumpleaños, preocupaciones…La lista sería interminable y Leosdel Sánchez Chávez ha venido a nuclear esos instantes con un carisma que nadie podría obviar a estas alturas.

La inteligencia que cultiva está estrictamente ligada a su desenfado; una “asignatura” que le gusta tanto como las matemáticas. Excelente sacaría la tarde en que se invitó a casa de su entrevistadora para copiar desde Internet música y muñequitos. A cinco cuadras de su portal recorría de memoria el trayecto hasta el nuevo edificio, mientras señalaba la casa de una novia que no era de mentiritas porque ya la había besado, según confesó en tono serio. “ Y no la besé en la cara, no vayas a pensar que…”.

“No pienso nada Leo, no seas hablantín”, dije, escapando de su trance, convencida de que se me había hecho tarde para imponerle quietud y silencio. ¿Me habrá usado de “carnada” para pavonearse frente a la casa de aquella niña que lo volvía más niño aún y lo traía nervioso, torpe y alocado, a medio camino?

Parece. Muy pícaro llegó y hasta pidió reguetones románticos de un tal Chulo “que canta lindo y no suelta malas palabras”, aseguró convencidísimo, y solo lograría distraerlo después de cuatro canciones con el plumaje de un perico que quiso estrenar en sus manos, por más que le advirtiera de picadas, y por más que lo picara. Luego recomendó cepillo de dientes para el caparazón de la jicotea que se bañó por él y por primera vez, y después, de casualidad, tropezó con una guitarra.

 leo jugandoLeo en casa, intentando un choque de bolas y aguzando el oído para sentir el impacto

Aquella tarde de marzo —cuando faltaban tres días para que las escuelas cerraran por temor al nuevo coronavirus y la historia de Leo quedaba inconclusa al no poder contarse desde su aula— intentó memorizar qué cuerda correspondía a cada dedo, logró un arpegio simple con su derecha y creí que se iba con las ganas vencidas.

Pero la semana pasada lo vi entrando a su escuela, feliz por casi terminar su sexto grado y creerse grandulón de secundaria… y por la guitarra. Se ha comprado una guitarra y está buscando un profesor que lo enseñe. Ahora será periodista, escritor, músico…

Iba tintineando con sus pies, más incandescente que el solecito mañero que a esa hora empezaba a desperdigarse por la plaza del matutino, en medio de la oscuridad que, dicen, padecen sus ojos, aunque nunca se la haya visto ni en el izquierdo.


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