No se trata de vivir al margen de los avances de la ciencia y la informática, ni de negar el progreso, sino de utilizar cada herramienta con moderación
La batería del móvil había llegado al cuatro por ciento. Lo anunciaba aquella alerta. El suyo era un Samsung medio cacharreado al que la carga se le iba en un pestañazo y no lo había conectado a la corriente la noche anterior. “Se me va a apagar pronto”, pensó y lamentó el tiempo de espera en aquella consulta médica, aburrida, impaciente y sin nadie con quien conversar.
Apagó los datos móviles y guardó el teléfono en el bolso, a ver si algún milagro del cielo permitía que la carga aguantara más. A la media hora, cuando ya se había aburrido de pensar y repensar en las musarañas, y tampoco quedaba un detalle sin mirar en la pared del pasillo, sintió un zumbido desolador dentro del bolso. El celular estaba muerto y ahora tocaba comenzar el velorio.
Primero fue la ansiedad, la sensación, casi patológica, de querer encender la pantalla y revisar si había mensajes nuevos en WhatsApp. Luego vino el enojo consigo misma, por no haber cargado el teléfono y ahorrarse estos contratiempos.
Más tarde, apareció la negociación: “Bueno, así no me pongo a guglear términos médicos y enfermedades raras, que ya bastante cuerda me doy yo sola”. Y, cuando al fin parecía llegar a la fase de aceptación, al aquello de “está bien, tampoco es para tanto”, recordó que quizá la llamarían para algo importante.
Entonces observó a las demás personas que esperaban su turno. Todas tan tranquilas, serenitas, ensimismadas en sus pantallas brillantes, con la batería por encima del 70 por ciento… Naturalmente, Dios le da carga al que no padece nomofobia.
La escena, que bien pudo ocurrir en la realidad y que más de un lector habrá experimentado, resulta un tema apremiante, a medida que la tecnología avanza y las personas se vuelven más dependientes de sus dispositivos electrónicos. El término “nomofobia” fue acuñado en el Reino Unido en 2009 y alude al miedo irracional que sienten algunas personas a estar sin su teléfono móvil o permanecer desconectadas de Internet.
Hablar del asunto parecería una trivialidad, un problema insignificante en el rompecabezas de la sociedad contemporánea. Sin embargo, la nomofobia es una prueba irrefutable de la capacidad de las tecnologías modernas para generar adicción en sus usuarios, principalmente adolescentes y jóvenes.
Su impacto en la salud mental se ha estudiado mucho en la última década, y las investigaciones señalan al estrés, la ansiedad y la depresión como algunos de sus síntomas más extendidos. En el plano social, los nomofóbicos tienden a aislarse de los demás, les cuesta concentrarse y pierden, poco a poco, su rendimiento académico o laboral.
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A lo anterior deben sumarse las secuelas físicas del uso continuo del teléfono móvil. Cuando uno pasa horas y horas pegado a la pantalla de un dispositivo, es común que experimente fatiga ocular y dolores en el cuello, la espalda y la muñeca.

Naturalmente, hay formas de controlar o eliminar este hábito. Entre las sugerencias más repetidas se encuentran establecer diariamente uno o varios períodos de tiempo sin celular, limitar su uso y la conexión a Internet, desactivar las notificaciones innecesarias, utilizar el modo avión como vía para aislarse totalmente del mundo virtual, y retomar formas de comunicación más tradicionales, como las llamadas telefónicas y las reuniones en persona.
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Resulta indispensable extremar estas medidas con los niños, muy propensos a desarrollar adicción por las tecnologías, para que puedan crecer sanos y en un ambiente menos tóxico y deformante que el de las nuevas tecnologías.
No se trata de vivir al margen de los avances de la ciencia y la informática, ni de negar el progreso, sino de utilizar cada herramienta con moderación y sentido común: usar sin que nos usen. La vida es demasiado corta como para gastarla frente a la pantalla de un teléfono.