Abuso infantil: no se tocan

Hay actos horrendos que quedan en el “patio de nadie” porque a nuestros niños les es muy difícil decirle a mamá o papá que fulanito le ha tocado, sin pudor alguno, lo que no se toca. Esas historias, a veces, andan silenciadas en las bocas que no dijeron por miedo o manipulación. El silencio se vuelve más atroz cuando ni siquiera la sociedad logra denunciarlos y queda solo en la victimización.

Michael y Wolfgang no son solo los personajes ficticios de la película del austríaco Markus Schleinzer (Michael, 2011), ni siquiera esa ficción está tan desemparentada de la realidad cubana. Michael es el seudónimo, quizá, de unos cuantos “hombres de bien” que cometen atrocidades.

FotogramaLos pedófilos no llevan etiquetas en la frente y es escalofriante. Fotograma de Michael (2011)

Tal vez usted escuchó que mataron a la vecina porque el marido la “agarró” en el acto mismo de adulterio, y ni siquiera el crimen apaciguó el ego roto del hombre que acaba de descubrir su tragedia. Y, aunque las estadísticas demoren en publicarse, al menos, están. O, el atraco a menganito que guardaba una “guaquita” debajo del colchón para su negocio; a esos bárbaros los agarraron; incluso, ya están presos. Pero lo que le sucedió a Wolfgang-el-nuestro nadie supo bien cómo pasó, si es que llegó a saberse.

Es muy fácil identificar a un exhibicionista (pues muestran sin escrúpulos sus genitales a plena luz del día) o a un “guapetón”, porque anda mofándose de sus dotes de macho. Pero, ¿qué rostros tienen los pedófilos? Según refiere una tesis clínica de 2017, el 80 por ciento de los pedófilos son hombres como Michael-el-nuestro (pero no obviemos el otro 20 por ciento, el de las abusadoras). Mayoritariamente están casados y se relacionen mejor con niños y niñas que con gente adulta. La escasez de amigos íntimos, la preferencia en trabajar en lugares públicos relacionados con actividades infantiles, y la asechanza disfrazada de regalos reiterados, pudieran ser algunas de sus características más comunes, pero no las únicas. Pero el dato más triste es que ese Michael-el-nuestro es alguien cercano, familiar y, por tanto, todos los ojos deberían estar siempre atentos.

Los números de violaciones sexuales (en cualquier dimensión) a niños y niñas en Cuba sobrepasaron los 2 000 desde 2013 hasta el segundo trimestre de 2018, según el Informe sobre el enfrentamiento a la trata de personas y delitos conexos emitida a finales del propio año por el Ministerio de Relaciones Exteriores a la Organización de Naciones Unidas.

Esos números no son tan alarmantes como los de la región; por ejemplo, en Argentina, cada 16 horas existe una denuncia contra un pederasta. Pero el goce con que nos enorgullecemos de la soberanía de nuestros infantes puede estar mancillado por los ojos que miran con deseos a quienes aún no están aptos para la vida sexual, y, si sacamos bien la cuenta, al año son 400 aproximadamente, mensual 33 y diario al menos un niño o niña es abusado. Aunque las sanciones ante estos casos son altamente rigurosas por los tribunales cubanos, es mejor cuidar “con uñas y dientes” antes que toquen lo intocable.

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Hoy las plataformas de acoso no solo están en el campo de lo físico. Las redes sociales han figurado como otro entorno menos controlado por padres y mucho más accesible a los pequeños. Las historias dolorosas de violaciones de la privacidad a veces tienen comienzos en el post ingenuo de la muchachita de 9 años que aparenta 14 y recibe el comentario de un usuario diciéndole “qué linda estás, nena” o en el continuo acoso del pariente que siempre guarda los selfies de la adolescente de 16 para luego recrearse en su espacio pervertido.

Y no es que ahora el susto se convierta en pan diario, mucho menos en una histeria colectiva que no nos permita ver con certeza la cotidianidad de los que están bajo nuestra responsabilidad. Es estar al tanto de las señales que nos muestran nuestros infantes, y así lo recomienda Mábel Patiño, sicóloga con maestría en Salud Mental de la Niñez y la Adolescencia en conferencia ofrecida en 2016 en el Centro Terapéutico Jugar para Sanar, en Colombia, cuando apunta que: “Hay niños emocionales, que son los que de un momento a otro se ven tristes, cabizbajos, con inapetencia alimenticia, terrores nocturnos, en la escuela se notan distantes, retraídos, bajan el nivel académico, quieren estar solos, empiezan a mostrar miedo hacia ciertas personas, especialmente hacia el abusador, que sabemos que está en su familia en casi 80 por ciento o 90 por ciento de los casos. Hay niños que empiezan a ser agresivos con ellos mismos, se cortan las manos, como una manera de transmitir lo que sienten”.

Y los que proyectan desde su físico, “de un momento a otro se quejan de dolor en el estómago, porque allí se somatiza el problema; empiezan a sufrir estreñimiento, porque el abuso ocurre en la zona anal; tienen problemas de orina, cuando ya controlaban esfínteres, y se les ve heces fecales en su ropa. Se les notan moretones, chupados, las niñas empiezan a tener flujo o problemas para ir al baño, que si bien se pueden parecer a otros problemas, como una separación de sus padres, hay que empezar a descartarlo”.

Nuestra realidad no es diferente a la de otros países, no por malos ni por buenos, sino por humanos. Ojalá fuera la crisis económica la única responsable de la pobreza y la desigualdad, hay una crisis que yace como telón de fondo y es la del alma. Ellos, esos que no pierden oportunidad alguna para acercarse a quienes en una sociedad como la nuestra son sagrados, no andan con carteles anunciando su depravación. Se esconden detrás de ciudadanos de “buen nombre” y, peor aún, en familiares o conocidos de nuestras víctimas. Hay tantos Wolfgang que urge poner frenos a las manos “inquietas” que roban inocencias.

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