A la adolescencia y la juventud, pudiéramos decir, y no sería errada la respuesta. Mas no es eso lo que me respondo cada día, cuando los veo de vacaciones: el sol caliente, el aire tibio, los días largos, con luz hasta casi las 8:00 de la noche; y ellos con la energía y las fuerzas de todo un ejército.
Soy también de las que quiero unos días con mis hijos en un lugar precioso, confortable; de esos en donde todo está al alcance de la mano y las preocupaciones se deshacen por unas horas. Claro que lo deseo y sé que lo merecen, pero ante todo soy una soñadora empedernida de esos espacios (muchos perdidos) donde los niños pueden divertirse tanto como en los sitios donde todo está al alcance de la mano, sí, después de pagar muchísimo dinero… que no tengo.
Cada vez que veo un proyecto al que alguien dio vida, luego de quitar montañas de basura y atraer a otros, pienso en cuánto más podemos hacer. Miro un basurero e imagino allí un pequeño jardín, bancos de troncos de árboles caídos o grandes piedras, hamacas de gomas en desuso, niños corriendo; el que vende granizado allá, rositas de maíz en aquella esquina; pelotas, sogas, suizas; y el pequeño grupo de niños artistas de las escuelas del lugar. Pero sigo de largo.
No hace muchos días vi en la televisión uno de esos basureros convertidos en un espacio de ensueño para todas las familias. Algo decía la artista que inició aquella “locura bella” que siempre recordaré: para hacer cosas como esas hay que olvidarse de uno mismo, no se puede ser egoísta ni esperar por los demás, hay que empezar.
Y precisamente eso parece ser lo más difícil: olvidarse de uno, del tiempo que no nos alcanza, de los niños que atender, nuestros viejos, el trabajo que nunca termina, el cansancio que se nos apodera y que una noche no es suficiente para superar. Y, sobre todo, lo imposible que casi siempre resulta atraer a alguien más, contagiarlo con los deseos de tener lindos espacios para que los niños se distraigan con poco y a la vez aprendan que la diversión, la felicidad y la belleza siempre pueden estar al alcance de la mano.
Mirando aquellas imágenes, uno añora algo así cerca y, con preferencia, que surgiera con un pase de varita mágica; o, al menos, que cayera en un plan anual, en un proyecto de desarrollo local, que algún artista salido de esos lares un día regresara a hacer realidad un sueño. Pocas veces pensamos en echarle mano al rincón nauseabundo más cercano y hacer, e intentar atraer a los demás.
Es verdad que las dificultades nos superan, que no siempre las instituciones reaccionan a tiempo, ni los vecinos, padres y familiares de tantos niños que no tienen dónde jugar con seguridad y un poco de belleza; padres que lamentan todo el tiempo lo lejano que queda el parque aquel, la plaza linda, el bulevar; pero si miran un basurero que va ganando espacio, ven el parque que puede llegar a ser, mas siguen de largo.
Es costoso hacer realidad un sueño, puede costar tiempo, coraje y determinación, más que dinero. Cuesta comenzar un día, quitar un puñado de basura y mirar de reojo a ver si alguien que pasa se detiene y se suma. Cuesta tocar puertas, clamar y reclamar; sumar a los otros, encontrar algo bello al final de los desechos. Sin embargo, debíamos pensar en intentarlo, al menos, cada vez que nos preguntemos adónde llevar a nuestros niños.