Sus historias empezaron a escribirse el día que partieron y los de casa solo alcanzaron a decir “cuídate mucho”, mientras el corazón se les estrujaba en el pecho ante la incertidumbre que suele acompañar las despedidas.
Entonces, el menor de cuatro hermanos lo dejaba claro, “no lloren que yo vuelvo”, mientras en otro lugar alguien buscaba cómo decir adiós y una breve carta se encargaba de explicarlo todo: “Vieja, parto a cumplir misión en Angola”, a donde también se iría aquel joven con su guitarra y el Diario del Che en Bolivia a cuestas porque, para él, ese era su mejor equipaje.
Puede que hasta les llamaran “locos” por defender lo que algunos creyeron ajeno, pero ellos lo nombraron internacionalismo. No serían los primeros “locos” que, en tierras lejanas, ayudarían a otros a conocer la fortuna de saberse libres. Y cada uno escribió sus pasajes por aquellos lares sin imaginar que sus nombres se inscribirían en la larga lista de mártires caídos en el cumplimiento de su misión por otras latitudes del mundo, en tanto Cuba se vestía de luto aquel 7 de diciembre de 1989 para recibirlos en los brazos de la Patria que ese día despertó más orgullosa que nunca de sus hijos.
Antes, ya el séptimo día del último mes del año había llevado el velo de la muerte cuando en 1896 caían el Titán de Bronce y su ayudante Panchito Gómez Toro. El primero con valentía y patriotismo para regalar, y el segundo, hijo del dominicano que hizo de la causa cubana su mayor desvelo, fiel a la idea a la que entregaba la vida con apenas 20 años. Por eso, otra no podía ser la fecha escogida para el homenaje póstumo.
Tributo. Así bautizaron al llanto aunado de todo un pueblo que quiso corresponder tanta entrega y sacrificio. Sin importar parentescos, el dolor se multiplicó y la tristeza fue compartida. Hubo quien no dijo nada por no encontrar las palabras precisas para el consuelo, mas no hizo falta, el silencio fue sinónimo de respeto ante aquellos que, sin proponérselo, escribieron uno de los capítulos más gloriosos en la historia de esta Isla, comprometida a no dejarlos morir del todo.
Cuentan que esa mañana la lluvia cayó en algunos lugares de Ciego de Ávila, como si la Naturaleza dejara correr sus lágrimas en el intento por disimular las de quienes no encontraban cómo despedir a padres, hijos, esposos, hermanos y amigos. Iniciaban así otro viaje, esta vez hacia el recuerdo, pues como dijera Fidel en esa ocasión: “Hay ejemplos revolucionarios que los mejores hombres y mujeres de las futuras generaciones (…), no podrán olvidar.”
Desde entonces, cada 7 de diciembre lleva el sello de la evocación. Los más cercanos rememoran las anécdotas de cuando los suyos partieron a otro continente como quien se va al doblar la esquina. Flor en mano el pueblo llega a los panteones para demostrar que en Cuba tenemos memoria y a 30 años de aquel día, las historias de aquellos jóvenes se siguen contando, como si continuaran aquí, porque no se equivocaba el Apóstol cuando sentenció que, “la muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”.