Unas líneas para mi doctora

Cada cierto tiempo toca a la puerta. Casi siempre no estoy. Deja el recado. Vuelve. La veo venir con papel y lapicero en las manos. Hace las mismas preguntas de la primera vez. Una de las últimas, la vi venir junto a la enfermera. Ella, la doctora Belkis Díaz Fernández, especialista de Primer Grado en Medicina General Integral, con categoría docente de Asistente, Máster en longevidad satisfactoria, caminaba casi en puntillas de pie, silenciosa, como para que no me escapara. Mi doctora es persistente.

La esperé con la puerta abierta. De nuevo con las mismas preguntas, pero las respuestas no siempre son las mismas: “No, no sé si habrá hecho la prueba citológica. Ella ya no vive aquí. Carlos Rafael sigue estudiando Ingeniería Nuclear, en La Habana. A finales de este año debe discutir la tesis de graduación. Sí, vivo solo. No, no tengo vasos espirituales, ni agua almacenada, tampoco salideros, aunque como usted ve, la casa no está muy ordenada”.

Y lo más curioso es que mi doctora, la del barrio, siempre anota, como el vigilante de carretera, que no pasa por tu casa, pero cuando ordena detenerte en la vía, rara vez escapas. Tienes los documentos en orden, pero… y los frenos, y la emergencia y los intermitentes, y la luz larga, y la luz corta, y el somatón, y que traes en el maletero, y…, cuando menos, una multa educativa te “engancha”, aunque dicen algunos que ese tipo de multa no educa, más bien molesta. Las que educan son las que te quitan puntos y ponen a la licencia de conducción en peligro, si eres reincidente.

Mi doctora sí educa. Habla muy bajo, casi en susurro. Comienza por algunas enfermedades típicas de la época del año; habla de la COVID-19, y más del Oropouche (mi máquina no reconoce esa palabra y la marca en rojo), un virus que, dicen, surgió en la localidad de Vega de Oropouche, en Trinidad y Tobago, en 1955, y todavía da guerra y mantiene en vilo a la población.

No se cansa de hacer terreno en las tardes. Llueva, truene, relampagueé. Así caigan raíles de puntas, ella no deja de ocuparse de sus pacientes. Y cuando la COVID-19, todos los días les daba vueltas. Ahí están para contarlo Orestes González y Argentina Casanova, un matrimonio de más de 50 años que padeció y sufrió la enfermedad.

Hace 24 años ella trabaja como médico de la familia en el Consultorio número 40, en el centro de la ciudad de Ciego de Ávila, frente al cine Iriondo y al lado del Palacio de los Matrimonios, para más señas.

He sido testigo en el transcurso de los casi cinco lustros, de los corre corre de ella en los momentos de pandemia, de los terrenos casi a diario, de la vacunación de mis hijos, de la prueba citológica cuando ella —no la doctora de mi historia— estaba y de los más mínimos detalles, porque los Médicos de la Familia constituyen la primera línea de batalla en el sistema de salud de Cuba.

Nadie conoce mejor el barrio y sus vecinos. Son 771 pacientes que viven en las siete manzanas bajo su condominio, incluido el edificio 12 Plantas, frente al parque Martí y muy cercano a la iglesia católica.

Nadie conoce mejor a sus vecinos. Y lo demuestra. Tras mencionar a Orestes y Argentina, refiere otros nombres, la edad y los dos apellidos: Magalys, Abel, Nelson, Maelis, Martha, Juan, Mario…

Y recita de memoria otros dos nombres: Máriam Tellado Álvarez, 29,4 semanas de embarazo, 19 años de edad. La otra, a término: Darlene Ojeda Miranda, 28 años de edad. Y llama la atención que habla sin mirar o tocar algún “chivo” que le vaya ilustrando el camino.

Nadie conoce mejor a sus vecinos del barrio. Lo repito. Sus palabras llaman la atención: “En mi población predominan los adultos mayores. De los 771 que constituyen el universo, 401 están en esa categoría. Tengo, además, 235 hipertensos, 64 diabéticos tipo Uno y siete tipo Dos, 84 con asma bronquial, un caso de SIDA, 78 pacientes obesos…”

Y me aclara: “Entre los obesos estás tú. Te tengo controlado. Vamos a pesarte. ¡Ufffff! Demasiadas libras para 1 metro y 65 centímetros de estatura. Debes bajar de peso”. Y yo renegando mi visita al Consultorio 40 para escribirle unas líneas a mi doctora, una de las maneras en que, desde mi profesión, puedo reconocerle el trabajo.

Resulta increíble la cantidad de gente que va al consultorio, más a este, que siempre está abierto; haciendo la comparación, me atrevo asegurar que van más personas que a la iglesia cercana, donde los feligreses asisten los sábados y domingo, pero en el Consultorio 40, además de los sábados, van los lunes, los martes, los miércoles, los jueves…

Y hasta los domingos si es un caso de urgencia o un necesitado, porque Belkis siempre está disponible y te recibe con cara sonriente, como el otro día, el único día que la he molestado para una receta para la vieja —mi vieja, la que me parió—, que anda con la tensión a mil después de la muerte del viejo.

Todavía me pregunto cómo mi doctora puede simultanear tantas actividades. A todos esos títulos, más profesora de la Universidad de Ciencias Médicas José Assef Yara, conferencias por aquí y por allá, un esposo enfermo, la hija en la universidad… en fin, dice ella que planificándolo todo. Nada queda exento de la planificación, no sé si en la hoja que llevó a mi casa cuando hizo el terreno o en otra libreta exclusiva para las anotaciones.

Mi doctora no sabe bailar. No baila mi doctora. No lo hace bien, según sus propias palabras. Prefiere observar a otros, pero ni así ella ha aprendido algún baile, y es posible que no lo aprenda. “A esta edad y con tanto trabajo, creo que no aprenderé”, justifica.

Lo otro que no le gusta es la música estridente. No lo agrada la música estridente, de barrio. No oye al Bebesito, a Charly y Johairon, El Chacal, El Chulo… A su hija y a ella les agrada escuchar a Sebastián Yatra, Melendi, Aitana… y otros ritmos que no rompen tímpanos ni son groseros.

Su ejemplar trayectoria la ha llevado a obtener múltiples reconocimientos, desde los muchos diplomas que le concedió el municipio, la provincia, hasta un auto Hyunday que le otorgó la nación sin tener que pagar un centavo, en reconocimiento a su labor.

Ella, parafraseando el tango Volver, de Carlos Gardel: Vive con el alma aferrada. A un dulce recuerdo…


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