Porque el vaquero casi que nunca acaba. Porque en artes de ganadería es como en la vida: continuo fluir y lucha, lucha y continuo fluir
Puede que la lluvia encharque los pastos y el viento dificulte la marcha. O que el sol pegue fuerte. Las contingencias quedan a un lado. Vocea el hombre. Conduce los animales por el mejor camino, los lleva hasta los sitios que bien conoce, donde las reses encuentran el pasto del día a día. Da igual que sea lunes o domingo, martes o sábado, el proceder más o menos es el mismo.
Van y vienen vacas y añojos, y con ellos y tras ellos, el vaquero sobre su equino y los inseparables auxiliares: perros que más que ladrar, intuyen fugas y ponen orden en la manada.
Y cuando a buen recaudo retornan a la vaquería, habrá tiempo para saciar la sed y alimentar a los críos, que no hay buen rebaño sin terneros lozanos, ni vaquero que se respete sin el banquillo listo para el ordeño.
Y no es que en la jornada falten tiempo y espacio para el descanso, aunque no lo parezca. Porque el vaquero casi que nunca acaba. Porque en artes de ganadería es como en la vida: continuo fluir y lucha, lucha y continuo fluir.
Hasta ahí el trillo, brújula que indica el retorno seguro
No faltan perros para una descarriada…
Ni vaquero que contemple la fuga impasible
Camino al abrevadero sobreviene la calma
Por ahora, corresponde amarrarte…
Lo mismo que al crío a la hora del ordeño
Manos, cubo, ubre…
Para que brote, como si fuera magia, el alimento
Y ahora, el dulce “canturreo” de madres y vástagos