Zoraime fue al principio un nombre en una lista, una mujer que había merecido la medalla por la Hazaña Laboral y de la que solo tenía un teléfono y la certeza casi rotunda de una historia que terminaría ,contra todo pronóstico, cambiándole el nombre y la ocupación: ya no sería entonces Zoraime Guerra González, enfermera con 22 años de servicio y una hoja de desprendimientos y méritos. Sería, sobre todo, Zori, la mamá de Jimmy y de Jaime.
Luego ella se encargaría de sopesarlo y de explicar una siendo la otra porque siempre se trató de la misma. No hay una mujer excepcional en el Hospital y una madre sin medallas en casa. Su esposo lo ha sabido durante veinte años, por más que ella insista en que si ha podido ser buena en su profesión de enfermera y madre es porque lo ha tenido a él. ¿Hubiera podido de lo contrario? Al menos hubiera sido más difícil siendo Mapá, le digo, y Jaime, el pequeño de ocho, advierte enseguida el rejuego y suelta que él también lee a Chamaquili. Por eso lo de Mapá lo entiende al vuelo. Se funden mamá y papá en una sola palabra.
Pero Zori no ha tenido que serlo todo, todo el tiempo. No obstante, a veces, da la sensación de que sí, cuando dice que asumió la vicedirección de enfermería del Hospital; que estuvo al frente de salas; que fue supervisora y estresaba velar por el trabajo de enfermeras que hace tiempo no le alcanzan al Luaces Iraola; que tuvo que repasar a sus hijos y hoy el grande estudia Medicina y el pequeño no concibe sus teleclases sin ella; que le ha costado educarlos y “por suerte han sido niños buenos “; que salió a San Vicente y las Granadinas, y fue y regresó de su primera misión temiendo que la COVID-19 le enfermara a sus hijos….
Y después de tres meses de escafandras en el extranjero vino el rebrote de un septiembre aquí y ella —dentro de un hospital, sitiado por la COVID-19—, terminó contagiada. Todavía no sabe cómo, solo puede asegurar que gracias a la “exageración” de dormir con nasobuco, ni sus dos hijos ni su esposo fueron positivos.
Ahora lo cuenta relajada, aunque no ha sido fácil. “Hoy mismo hice llorar al niño, quería ir a casa de sus primos y no lo dejé”, cuenta con el pesar de las buenas decisiones que los hijos solo entienden al tener sus propios hijos. Mientras, en estas cuarentenas, las buenas madres hemos sido de algún modo las peores y no pocas veces Jaime debe haberle reclamado por qué él no, si mira mami aquellos niños están en la calle”.
Los regaños y el buen camino no siempre se conjugan con la felicidad. Sin embargo, ella cree haberlo conseguido las dos veces que ha sido mamá y a pesar de sus hazañas en el trabajo. (Y escribo “a pesar” consciente de que el trabajo fuera de casa pesa sobre el trabajo del hogar, que uno limita al otro,y viceversa).
Pero Zori, al borde sus 45, es una mujer exitosa, muy fuerte, de piel cuidada y a la que a simple vista no se le notan los excesos de su vida, ni los días sin horarios ni los domingos sin descanso. Se parece un poco a Odalys, la pediatra que no tuvo hijos en su vientre y vive desbordada de ternura por los “ajenos” de su consulta, y hasta a Virginia, otra enfermera del cuerpo de guardia que es recia y bella; tan recia que ensilla un caballo allá en Guayacanes y cabalga para cambiar una sonda, en la noche; y tan bella que cuando se lo comenta a uno de sus pacientes (sin saber que él luego se lo contará a la periodista), ella pretende convencerlo de que en eso no hay mérito. Ninguno.
Las madres siempre terminan diciendo cosas así. Suelen creer que el amor es natural, que ser buenas, más que una elección, es una obligación.