Lidia y Clodomira, ejemplos de firmeza de la mujer cubana

En la madrugada del 12 de septiembre de 1958, fuerzas dirigidas por Esteban Ventura y Conrado Carratalá irrumpieron en el apartamento 11, del edificio número 271, de la calle Rita, Reparto Juanelo, en San Miguel del Padrón, y acribillaron a balazos a los revolucionarios refugiados en el inmueble: Reinaldo Cruz Romeo, Alberto Álvarez Díaz, Onelio Dampiell Rodríguez y Leonardo Valdés Suárez. Lidia Doce Sánchez y Clodomira Acosta Ferrales, enlaces de la Sierra Maestra, que estaban en ese lugar, fueron apresadas.

Sin disiparse el humo de los disparos y con los cadáveres de los revolucionarios aún tendidos en el ensangrentado piso del apartamento, los asesinos comenzaron a golpear a ambas mujeres para que hablaran, hasta que las introdujeron en los autos policiales y partieron dejando tras de sí el más triste amanecer que recuerda aquel barrio.

Transcurrían los últimos meses de la dictadura de Fulgencio Batista y los cuerpos represivos de la capital emulaban entre ellos en la cantidad de asesinatos tras detener a los responsables de los últimas actividades revolucionarias: el secuestro de la Virgen de Regla y el ajusticiamiento de un chivato, cuando una delación los llevó a la calle Rita y a la información de la estancia allí de las dos importantes emisarias del Ejército Rebelde.

Lidia arribó a La Habana a finales de agosto de 1958, y su compañera el 10 de septiembre, para cumplir misiones de enlace entre la sierra y el llano durante dos semanas. La primera se alojó en Guanabacoa y Clodomira en la dirección referida, hasta que el 11 de septiembre Doce Sánchez decidió quedarse también en Juanelo.

Ambas eran muy diferentes. Lidia tenía 42 años de edad y había nacido en el pueblo de Velasco, en Holguín, donde cursó hasta el quinto grado, y desde 1957 se había incorporado en tareas de apoyo al Ejército Rebelde, principalmente con la columna del comandante Ernesto Che Guevara, quien escribió sobre la heroica mujer estas sentidas palabras:

“Cuando evoco su nombre hay algo más que una apreciación cariñosa hacia la revolucionaria sin tacha, pues tenía ella una devoción particular hacia mi persona (…) llevó a Santiago de Cuba y a La Habana los más comprometedores papeles, todas las comunicaciones de nuestra columna, los números del periódico El Cubano Libre, traía también el papel, traía medicinas, traía, en fin, lo que fuera necesario…”

Su compañera Clodomira podía ser su hija, contaba al morir con 22 años, no pudo acceder a la primera enseñanza debido a su origen muy humilde, pero era una veterana con más de dos años como mensajera de Fidel, al mando de la Columna No. 1 José Martí, misiones que la llevaron, inclusive, al Frente del Escambray.

De ella y su compañera de martirio diría el jefe de la Revolución: ”(…) Clodomira era una joven humilde, de una inteligencia y una valentía a toda prueba, junto con Lidia, torturada y asesinada, pero sin que revelaran un solo secreto ni dijeran una sola palabra al enemigo”.

Los últimos momentos de Lidia y Clodomira se conocieron en detalles después del triunfo de 1959, por testimonios de sus propios torturadores, que explicaron cómo fueron transferidas a la dependencia del asesino Julio Laurent, jefe de inteligencia de la marina, quien las mandó a introducir en sacos con peso y en una lancha las llevaron frente al litoral habanero, y después de sumergirlas en varias ocasiones, sin que hablaran, finalmente las dejaron caer al mar el 17 de septiembre.

No pudieron imaginarse los asesinos de Lidia y Clodomira que, aunque ocultaron sus cuerpos en las profundidades marinas, fracasarían en hacer olvidar su ejemplo, que a 63 años de sus asesinatos viven más que nunca en el cariño y recuerdo del pueblo, como eternos ejemplos de firmeza e intransigencia de la mujer cubana.


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