Cuando una prueba PCR le confirma a un paciente que es positivo a la COVID-19, probablemente, la primera reacción no es pensar en sí mismo, sino en el resto, en esa cadena de “víctimas colaterales” que pende de un beso, un apretón de manos o de haber compartido el mismo vaso. Es que el miedo a esta enfermedad va más allá de la sensación en sí misma y se impregna en el ambiente a modo de alerta.
En este nuevo escenario las voces vigilantes, las que ordenan lavar las manos, sacarse los zapatos a la entrada de la casa, guardar la ropa sucia apropiadamente y desinfectar las superficies casi siempre son de mujeres. En cambio, a los hombres hay que repetirles más la importancia del uso del nasobuco y los riesgos del contagio.
Pero si el asunto terminara ahí solo habría desgaste para unas y baja percepción de riesgo para otros, pero de lo que se trata —y a veces no se nota— es de condicionamientos sicológicos, roles sociales y normas que determinan los modos de actuar y, como ha reconocido el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, impactos diferentes del virus en cada sexo.
• Lea otros acercamientos al tema.
Aunque la COVID-19 no hace distinciones entre hombres y mujeres a la hora del contagio, e incluso las estadísticas nacionales apuntan a una mayor mortalidad en el género masculino, en Ciego de Ávila las cifras muestran a las mujeres en condiciones de mayor vulnerabilidad.
Digamos que al cierre de la cuarta semana de rebrote habían enfermado 193 féminas y 130 varones, incluso la persona más longeva fallecida hasta ahora ha sido una anciana de 90 años.
Bajo estos términos el índice de masculinidad nos devuelve una relación de, aproximadamente, 67 hombres por cada 100 mujeres infectadas, lo cual subraya su exposición al virus y la dependencia que la sociedad tiene de ellas, tanto en primera línea de enfrentamiento como en el hogar.
Primero, porque tienen un papel activo en sectores claves y representan un número importante del personal de salud, mayoritariamente en tareas de riesgo como los cuidados de enfermería, la atención a pacientes sospechosos y confirmados, y la limpieza de instituciones de salud. Luego, habría que señalar el aumento del número de madres solteras y jefas de hogar que asumen, a la vez, el trabajo de cuidados y el rol de proveedoras.
Pero en el momento que pensamos que mamá, abuela o tía saben comprar mejor las viandas, deben hacer la cola en la bodega porque les sobra el tiempo, o tienen que ir a la farmacia porque conocen con exactitud de tarjetones y medicamentos, estamos reforzando el estereotipo patriarcal, inclinando las posibilidades del contagio, y sobrecargándolas con tareas que tocaran a menos si se compartieran entre cada miembro de la familia.
Sobre percepciones y actitudes frente al virus ya el Departamento de Psicología de la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas y la Fundación RECAL de España despejaban algunas dudas con el artículo Género y temores a la COVID-19 en una muestra de población cubana, donde quedó claro que las cubanas temen más a enfermar y buscan más apoyo sicológico a través de las redes de apoyo establecidas en el país.
Esta realidad también la confirma en Ciego de Ávila la sicóloga e investigadora Katya Roldán Contreras, pues la práctica indica que el mayor número de llamadas deriva hacia el sexo femenino y las preocupaciones van desde cómo lidiar con el cuidado de los niños en situación de confinamiento hasta enfermeras y doctoras afectadas por el estrés y la zozobra de haber infectado a familiares y amigos.
En cualquier caso, lo ideal es que no enferme nadie, mucho menos por una masculinidad tóxica que vulnere la salud de quienes asumen un malestar como sinónimo de debilidad y dudan en buscar asistencia médica, o por las normas patriarcales que discriminan allí donde no lo hace el virus a la hora del contagio.