Un amor dulcísimo (y el derecho a la felicidad)
Contamos la historia de amor de dos hombres que no necesitan papel firmado, pero cuando lo tengan todo será mejor.
Si aquella novia de la adolescencia no hubiera interrumpido el embarazo, ahora Rafael González tendría un par de jimaguas como de 22 años. Y los miedos habrían sido muchos más. La verdad es que esos miedos estuvieron siempre allí. Venían con él desde que se convenció que no valía la pena luchar contra sus sentimientos, desde que abrió las puertas del clóset de su vida y entendió que amar no tenía por qué ser tan difícil.
Todos esos temores le cayeron encima un día, hace casi una década, como un aguacero a las 3:00 de la tarde; atravesados, dolorosos. La glucosa en sangre fluctuaba, iba a los extremos, y el cuerpo y la mente de Rafael sintieron los estragos. Una diabetes mellitus cerrera configuró ante sus ojos nublados la incertidumbre, dibujó con detalles su mortalidad. Y a Richel Fernández, el hombre con el que compartía el mejor amor de su vida, también le sudaron las manos.
Se habían conocido en el 2006, en los entretelones de la sala Abdala. Yosvany Abril dirigía Polichinela y Richel llegó a ser productor, utilero, lo que hiciera falta, mientras Rafael se consagraba como uno de los grandes actores de la compañía. Nadie pudo predecir que, a la vuelta de unos años, la amistad inicial rompería crisálidas y se transformaría en lo que hoy es: una relación de pareja de más de 12 años.
• Rafael González es el actual director de la compañía de teatro Polichinela. Lea una entrevista que publicamos a finales de 2021
Un amor que empezó como tantísimos amores, dejando que el cuerpo dijera lo que la boca no se atrevía. Una mirada hoy, una complicidad mañana, admiración de ida y vuelta, solidaridad sin límites, la mano amiga cuando hizo falta. Y son tan impredecibles los amores que, a veces, se necesita cumplir una promesa en el Santuario de San Lázaro, un Planchao y el malecón habanero vacío, con viento salado y húmedo, para abrir la última puerta.
—Tú y yo deberíamos empezar una historia, porque tú me gustas y yo sé que te gusto —dijo Rafael.
—Eso no puede ser. Te conozco muy bien y tú me conoces muy bien, esto no va a funcionar—respondió Richel.
Sí funcionó.
Tanto que, a esas alturas de sus vidas, sin haber tenido “la conversación” con sus respectivas familias acerca de su orientación sexual, padres y madres de ambos empezaron a notar que las salidas y entradas, las noches de ausencia o compañía, iban en serio. Hoy Richel dice que su familia quiere más a Rafael que a él mismo, y se ríe con esos ojos verdosos y circunstanciales que no son, paradójicamente, lo que más le gusta a su amor.
─Lo que más me gusta de él es su sinceridad, responde rápido Rafael y se queda observándolo, sabrá Dios diciéndole qué con la mirada.
─Como me robaste la palabra debo buscar otra. Diría que su dedicación, riposta Richel, sonriendo.
También pueden identificar lo que no les agrada, porque esta no es la historia de la invención del azúcar refino, ni quien escribe repostera. En 12 años ha habido momentos amargos, críticos, aunque ninguno haya puesto en peligro la relación en sí misma. Desencuentros hijos de la convivencia, que nunca es fácil.
“Pusimos tres reglas desde el principio. La primera es no irnos a dormir disgustados; las cosas hay que hablarlas y hablarlas, hasta hallar la solución. Segundo: el trabajo no se mezcla con la intimidad; la barrera puede parecer invisible, pero está y no se puede derribar —el teatro se queda en el teatro. Y la tercera es que el sexo no arregla nada; porque los problemas seguirán allí, como el dinosaurio de Monterroso, después del placer”.
Rafael habla y Richel asiente. Son reglas compartidas y convenidas. Como debe ser. Luego, lo de fregar, limpiar, cocinar ha ido cayendo por su propio peso, más bien por afinidad. Pero el primero es terco, intenso, y el segundo tiende a ponerse de último siempre ante los problemas de los demás.
Por eso cuando la diabetes irrumpió en sus vidas y Rafael sufrió para dominarla, los miedos se hicieron de carne y hueso, y Richel desarrolló un lado sobreprotector que ni siquiera afloró cuando, a los 10 años, le nació un hermano que es su todo. La enfermedad les pegó fuerte, no solo porque evidenció la fragilidad de la vida y la importancia de la exactitud (la dosis precisa de insulina, la cantidad necesaria de azúcares), sino porque para una pareja homosexual, en la Cuba de hoy, hay ciertas garantías que no existen.
Richel está convencido de que él no necesita un papel firmado con cuño y testigos para amar a Rafael, como lo ha hecho en estos 12 años, pero entiende que de ese formalismo derivan derechos. “El problema es ese, que no tenemos los mismos derechos”, recalca Rafa. “Estoy seguro de que si me pasara algo mi familia no dejaría en la calle a Richel, sin embargo, no todas las parejas gay pueden decir lo mismo. El derecho a heredar bienes e inmuebles, a recibir pensiones, a que no te saquen de la vivienda que has compartido, no está para nosotros. Y no es justo”.
Hablamos de este tema porque he preguntado directamente la opinión de ambos sobre un proyecto de Código de las Familias que podría cambiar el estado actual de las cosas no solo para ellos, sino para todos. Cuestiones como la violencia doméstica, el matrimonio, la adopción y la responsabilidad parental son transversales a todas las familias, tengan la organización que tengan.
“¿Hijos? No. Ahora ya no nos vemos criando a un hijo, aunque en algún momento de nuestras vidas sí lo deseamos. Pero ese es nuestro caso. Hay cientos de parejas que sí quieren y tienen todas las condiciones morales, económicas y afectivas para darle amor a un niño o niña. Esos debían ser los únicos requisitos, porque no existe una educación gay ni cosa que se le parezca”.
Lo saben ellos que trabajan para un público infantil, a veces con títeres y otras como actores sobre la escena. Lo saben porque el propio Yosvany Abril les sembró, antes de descorrer el primer telón, una ética que se convirtió en estilo de vida: no se puede moldear sobre las tablas un personaje y en la calle ser una persona sin modales o grosera o violenta.
Igual ciertas reglas que Rafael y Richel han asumido en su día a día son hijas de un sistema de relaciones patriarcales, hipócritas si me permiten el adjetivo. Vivimos en una sociedad que censuraría un beso entre personas del mismo sexo, siendo incluso de “piquito”, pero no se inmutaría ante las demostraciones exageradas y soeces de “amor” entre un hombre y una mujer. Lo heteronormativo rige y corrige (o por lo menos lo intenta).
Rafa se come una pizza y a seguidas se inyecta. Lleva en el bolso lo que todos los diabéticos: agua, insulina y jeringuilla, un caramelo. Cambia de vez en cuando el café por el té y mira de reojo al joven actor que se prepara para un protagónico, la semana próxima. Antes de esta entrevista, el ensayo ha sido extenuante. “¡Siéntelo! ¡Dilo con rabia, con desprecio!”, repetía.
Richel transita por el camino del iyawó, renacido como hijo de Yemayá y Ochosi. “Los dos son guerreros”, comenta y repasa con los dedos las cuentas azules y blancas de su pulsera. “Guerreros”, repito para mis adentros. Ahora no es tan evidente, porque debe ir de blanco en todo momento, pero, a contrapelo de los muchísimos estereotipos que persisten, ni él ni Rafael comparten la ropa, no celebran fechas señaladas, no se revisan los celulares y no se permiten infidelidades.
—¿Celos? Hmmm… —Pausa más larga de lo recomendable. “Sí”, dicen entre risas.
—A ver. Si ahora mismo pasa un hombre hermoso, los dos vamos a admirar sus cualidades físicas. Y no hay nada de malo en eso. Pero ya si veo que viene alguien con intenciones de flirteo, me pongo en plan macho alfa espalda plateada y marco territorio, ja, ja, ja… Él hace lo mismo, así que no hay lío… —Y vuelven a reír.
Ná que cuando la peluca está de moda desaparecen los calvos.
Si no fuera porque la S y la Z están una al lado de otrame habría apenado por más de un mes pues escribí CONOSCO en lugar de CONOZCO lo que es imperdonable si no fuera un dedo mal metido.