Búfalos al por mayor
Fotos: Katia y Vicente Brito/Escambray
Las cifras de los búfalos atrapados en Ciego de Ávila ocultan mucho más de lo que dicen, y la culpa no la tienen ni los capturadores ni quienes las tabulan. Hasta la fecha ocho brigadas han podido apresar unos 150 animales, pero ¿eso es mucho o poco? ¿Se podría aspirar a más? ¿Sería posible?
Esta es una vieja historia.
Y si ahora vuelve a reescribirse no es porque estemos condenados a repetirla por haberla “olvidado”, sino porque hasta hoy los búfalos son silvestres, pero no suicidas. Se reproducen en intrincadas y lejanas malezas adonde no siempre pueden llegar los monteros y, cuando llegan, no siempre pueden enlazarlos o dispararles, porque tenerlos en la mira tampoco es tenerlos en el matadero.
Esa es, también, una historia difícil.
Hace casi un lustro, los capturadores, diestros en el lazo y zurdos en la palabra, daban las primeras señales esquivando a una reportera, ambidiestra a preguntas, que ni así podía acorralarlos. Ellos, acostumbrados a cabalgar madrugadas enteras por el filón del sur, enfrentando a los asilvestrados, parecían no tener la prolijidad del verbo a media mañana para recontar los hechos frente a una periodista.
Los hechos pasaban, entonces, por tener un buen caballo, que valía lo que ninguno de ellos o su empresa podía pagar, y perros entrenados que acababan llenos de pinchazos, pisotones y tarrazos, por lo que debían disponer de reservas a corto plazo. Saber guiarse por el ladrido y calcular la velocidad del animal, esperar su salida del marabuzal y correrlo en un espacio que te permita enlazarlo. Hacerlo con una soga de 11 o 14 brazas, de las que revendían los pescadores de Júcaro, de esas que amordazaban con seguridad; mecates anailados que se destejen por ramales y se tensan hasta dar suficiente dureza, y dejar el lazo abierto, listo para truncar la carrera del bóvido. Correr con las cargaderas de las monturas reforzadas, y cinchar duro la panza de la bestia…
Todo eso—que todavía no lo era todo— para que, muchas veces, sucedieran noches larguísimas sin que ningún “cablero” tirara de la cuerda y subiera el animal a la carreta. Madrugadas en las que perdían el sueño y no ganaban nada. O ganaban solo los que “más paciencia y astucia tuvieran”, resumía el jefe de la brigada Sur, con las pocas palabras que apuntalaban los datos antiguos.
Unos 500 búfalos pastaban en los potreros de su unidad y el cálculo “fuera de su terreno” era más arisco que el propio animal. Comenzaron a redondearlo, a partir de los primeros que rompieron las talanqueras y se fueron, del 90 por ciento de natalidad que suelen registrar y de todo el tiempo que fue transcurriendo, mientras las capturas quedaban a la zaga. La cifra conservadora, rondaba los 4000 en 2014.
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Un tiempo después, los espirituanos de esa colindancia llegaron a decir que bordeando la costa sur había más búfalos que jejenes. ¿Metáfora o símil?
Nosotros, en 2016, admitiríamos que el 85 por ciento de la masa estaba sin control, desperdigada por Venezuela, Bolivia y Chambas. Moviéndose, incluso, por Primero de Enero y Baraguá. No debió ser poca, si juzgamos aquel dato teniendo en cuenta las capturas del año anterior, 726 cabezas, según respondiera el entonces Delegado de la Agricultura a una carta publicada en la sección Acuse de recibo del periódico Juventud Rebelde.
Dos años más tarde, en 2018, volvimos a tener noticias de la plaga bufalina que ganaba en magnitud y destrozo. Sembrados aplastados y empresas que se iban a la ruina pagando una destrucción que no recuperaban ni aun cuando los mastodontes cogidos “in fraganti” pesaran el doble, 1000 kilogramos. Y empresas que no indemnizaban el daño porque no eran las “dueñas” de animales incontrolables que desembarcaron aquí, gracias a que comían casi cualquier cosa y ganaban muy rápido en peso. Carne fácil—debieron pensar hace 30 años— cuando no eran mansos, aunque tampoco colonizaban los arrabales.
Ahora “las cosas son diferentes. Se le ha puesto mayor empeño a la captura”, confiesa Leonardo Pérez Rodríguez, subdelegado de Ganadería en la provincia, y los números que tiene a mano le impiden traducir todo ese empeño: 365 búfalos capturados en 2022, 154 atrapados en lo que va de 2023.
Y esta historia, ¿es diferente?
Las cifras siguen sin decir mucho; al menos, no todavía. Las brigadas de Ruta Invasora y de Chambas cargaban con el 50 por ciento de los animales apresados hasta hoy. Poco más de 100. Las dos mayores empresas ganaderas del territorio, por separado, no capturan un animal diario. (Y si recalcamos que la natalidad es alta y las hembras pueden estar 20 años en edad reproductiva, entenderemos que los campos continuarán poblándose a un ritmo mayor que el de las bajas ocasionadas).
Ni siquiera dos nuevas brigadas, haciendo uso de armas de fuego, han podido mostrar en el primer trimestre resultados alentadores.
En paralelo, las muertes del ganado vacuno, el hurto creciente y las tensiones para llevar al matadero las toneladas contratadas para lo mínimo comprometido (canasta familiar normada), les añaden presiones a unos capturadores que, desde antes, ya las amasaban: la conquista es oficio de supervivencia, riesgo, temor, forcejeo…
Una “competencia”, además, con otros grupos casi más furtivos que los búfalos, que no reparan en la infecciosa brucelosis que ronda a la masa bufalina y, por ende, a los humanos que podrían consumirla.
A demasiado se han expuesto los jinetes por 154 búfalos llevados al matadero este año. Madrugadas oscuras como boca de lobo, por trillos que solo los caballos bien herrados pisan sin descarne para, finalmente, enfrentarse ambos a otro animal, cuya huida, a veces, es en sentido contrario para derribar su amenaza.
No sé si habrá otra historia. Pero esta me parece increíble.