4 de abril: la inflación de los valores

Ahora que la economía nos lleva a punta de lápiz y uno va por la vida economizando hasta el tiempo para no exponernos al virus, he recordado a unos bisabuelos gallegos que eran la cosa más rara del campito donde vivieron y murieron: compartían el bacalao y negaban la harina.

Invitaban a arrimarse a los guajiros que por allí pasaban, solo si tenían lo mejor para dar; en cambio, ¿harina? Dicen que tapaban los platos con el mismo mantel para que nadie padeciera de su pobreza o escasez.

Fueron formando generaciones donde las ayudas no valían un peso y tal “devaluación” se fue heredando por generaciones que siempre compartían los dulces y tenían por costumbre ser buenos para todos. Aquello de dar la mano era una obligación que con el tiempo iba convirtiéndose en un acto espontáneo en el que nadie reparaba y al que nadie le ponía precio. No valía nada. Era gratis.

Y cada vez que la escasez actual amenaza con cierta dosis de egoísmo pienso en el bacalao y la harina de aquellos bisabuelos. En cómo lo mejor siempre era dado. En cómo estarían ahora en un grupo de Whatsapp, regalando las Amoxicilinas que tuvieran en casa. O al menos dando algunas. Pienso siempre que “inculcar valores” nunca fue la asignatura de un maestro frente al aula y sí tarea independiente para toda la vida.

• Lea aquí sobre ayudas desinteresadas

En cómo aquellas generaciones forjaron estas y la genética del desprendimiento se fue multiplicando en jóvenes que se parecen un poco a sus padres e imitarán otro poco a los hijos que están por nacerles. En esos muchachos que hoy no trabajan en escuelas al campo, sino en centros de aislamiento, y tampoco van al trabajo voluntario del domingo, sin antes estar en la pesquisa de todos los días.

JóvenesEric Yanes

En medio de una inflación, con oferta contraída y precios ensanchados, sigo creyendo que hay cosas muy baratas que valdría la pena multiplicar exponencialmente para que sea la inflación de otros valores la que se apodere del mercadeo de la vida. Excesos de “yo te daré un poquito”, que, a veces es tanto, y no —aunque también— porque un litro de aceite cueste en la calle más de 200.00 pesos, sino porque hay quien te lo regala o te lo vende en 50.00, y te dice que “las papas fritas de un niño no tienen precio”.

Sé del joven guajiro que va y corta leña, y luego la lleva al centro de aislamiento para que cocinen, y allí no tiene a familiares sospechosos, solo a gente que ni conoce. De muchachos que se van a las comunidades con una guitarra y “pierden” la ganancia de un concierto. Maestros, como la joven Yosdalys, que incluyó a todos sus niños en un grupo de Whatsapp con hojas de cálculo que refuerzan las teleclases, y mientras aclara dudas y aclara que “mis niños no se pueden atrasar”, sus megas dejan de ser suyos para ser del aula.

Y están los estudiantes que se fueron a repartir almuerzos, evitando que los ancianos se expusieran al virus, y volvieron la tarea hábito y feliz visita para ver cómo seguían sus viejos.

Hay tantos herederos en esa otra escala de valores que nuestros tatarabuelos podrían poner el grito, allá en su cielo, con el precio de una cabeza de ajo y luego sonreír cuando vean que su nieta fue a llevarle un poquito de potaje a la amiga, “porque me quedaron riquísimos, mija, con esa cabezota de ajo que le puse”.


Escribir un comentario


Código de seguridad
Refrescar