La fuerza de los impunes

Transitan impávidos por las calles. Hacen del lucro un modo de vida, a partir de las necesidades impuestas por la escasez. Pregonan aquello que usted no alcanzó en la cola, o lo que ni siquiera se enteró de su paso por estantes y mostradores porque, vaya mala suerte la suya, cumplía con su horario laboral.

Otros tienen la desfachatez de revender la más variopinta oferta estatal, incluso, en los portales de los propios establecimientos comerciales donde fueron adquiridos, sintiéndose protegidos por un cierto manto de conformismo, de indiferencia, que, lamentablemente, los arropa con preocupante recurrencia. Semejantes personajes son rostros de impunidad. A veces, hasta las autoridades hacen la vista gorda ante un mercadeo que supera al del caramelito o el cucurucho de maní, casi de sobrevivencia.

Ante tal agravio a los bolsillos ajenos y la sensibilidad propia, que dejarían atónito o sonrojarían al mismísimo Trump en su guerra arancelaria contra China, algunos de los implicados y sus “abogados de turno” esgrimen: “¡imagínate!, hay que ‘luchar’ porque la cosa está dura.” Lo doloroso del pillaje es que va más allá de estrechar la economía familiar, para instaurarse como “modelo” de prosperidad, sin que medien honestos esfuerzos.

La indolencia que cabalga sobre nuestras cabezas, en ocasiones, de no frenarla a tiempo, se convierte en un problema de indeseadas proporciones. Por eso vivimos la “normalización” de actitudes como menores de edad patinando a altas velocidades por el bulevar de la ciudad cabecera, que tuvo el colmo cuando una pareja de ancianos fue atropellada en el cercano Parque Martí y, ya en el piso, ni siquiera recibieron la ayuda del infractor.

Hace apenas unas tardes, Gloria y Frank, dos adultos mayores que atravesaban el Parque Martí, de Ciego de Ávila, fueron...

Posted by José Alemán Mesa on Wednesday, August 7, 2019

En ese rosario de cuestionamientos ciudadanos a desterrar de nuestra cotidianeidad, aparecen males como el vandalismo, expresión de barbarie que destruye cuanto espacio público encuentre a su paso, en enfrentamiento a muerte con la belleza. El irrespeto llega a tal punto que no se salvan ni los símbolos más representativos de la identidad nacional; si no, recuerden lo sucedido al machete de la estatua de Máximo Gómez meses atrás, en el parque que lleva su nombre en la capital avileña.

• Lea aquí lo sucedido con el símbolo de la dignidad avileña.

Si de verdad queremos que en nuestra sociedad primen el civismo y la decencia, asumamos entonces el ejercicio de una autorregulación colectiva e individual, desde una cultura jurídica afianzada, en la cual resultan instrumentos disuasorios el Código Penal y las contravenciones ante censurables conductas anteriormente enunciadas.

Continúa el relajamiento en el castigo cuando los responsables de determinados centros se reservan el derecho de admisión, actitud vejatoria que puede esconder prejuicios raciales, o la negativa de empleadores estatales o privados a darle la licencia de maternidad a una embarazada, buscando para ello todos los subterfugios posibles. Ni qué decir del burócrata que adopta decisiones sin considerar las afectaciones al pueblo; de la entidad o persona que rompe una calle y después no la arregla; o de quien “extravió” expedientes laborales y cercenó así años de trabajo; hasta quien te impide el acceso a una playa.

En fecha reciente, se conoció por medios nacionales que en la capital cubana aplicarían medidas punitivas con quienes permitan por su inacción el contagio de enfermedades. Lo cierto es que debiera generalizarse también en la geografía avileña si consideramos la actual situación epidemiológica. Pero, si las normativas existen desde hace años, ¿por qué no se cumplen, por qué se convierten en una exigencia circunstancial más allá de lo que debiera ser constancia cotidiana? Ejemplos sobran.

La Constitución de la República de Cuba, aprobada en abril último, desde su primer artículo declara a Cuba como un Estado Socialista de Derecho, cuestión que, entre otros, establece que todos los ciudadanos están obligados por igual al estricto cumplimiento de las leyes, todos quedan por debajo de ellas.

Con el diseño de la legislación complementaria a la Carta Magna, la nación está abocada a un ordenamiento jurídico más atemperado a las actuales condiciones para construir ese país que soñamos. De su conocimiento y exigencia por el pueblo, y dentro de este las autoridades, dependerá el no transitar por el peligroso camino de la “letra muerta”, ese que coarta la transparencia, la participación, la discusión, el control e, incluso, impide poner coto a acciones impunes.


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