Conjuro para no descarrilar

familia “A estas alturas de la vida, no me puedo aparecer con líneas que promuevan el desaliento”, lo afirmo mientras cavilo cuál será la fórmula para endulzar a fin de mes, en el año que comienza —quizás no sea al café, sino a la variante de infusión que aparezca—, o cómo me las arreglo para darle caza al mamífero nacional. La autorregulación llega fuerte, al unísono con la repercusión social del incremento de servicios básicos, que, en ocasiones, se traduce en palabras que hieren u ofenden. ¿Acaso serán esos golpes de los que escribía César Vallejo? ¿Esos que abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte? Pueden ser.

Pero ni con todo lo ajustada que se avizore la economía familiar va a lograr que sufra, contrariamente a lo que le ocurre a otros, las zanjas a que hacía referencia el poeta peruano. Me lo digo sobre el “tren” en marcha en el que viaja mi familia, desde el día aciago en el que a uno de los nuestros le atacó una de esas enfermedades a las que se les dice “terrible”, “penosa”, o “cruel”, y la gente, por compasión, solidaridad o elemental educación, no menciona con todas sus letras.

Un “tren” que arrancó a paso incierto, quizás porque la “tripulación” daba por seguro que no alcanzaría el combustible, pero que fue incrementando el ritmo en la medida en que recorría kilómetros y kilómetros, y que ya cumple 14 meses de recorrido sin descarrilarse.

Es verdad que ha sido un viaje complicado, en el que la espera quirúrgica, o de la radioterapia —con equipos imprescindibles paralizados por roturas en los oncológicos del país—, o la ausencia temporal de algún que otro medicamento, funcionaban como toques de queda al pie de la vía.

¡Ah!, pero no hay obstáculo que pueda estar a la altura de una familia que funciona, eso sí, una familia dispersa, víctima de la diáspora que ahora mismo aleja geográficamente a primos y tíos, padres, hermanos, hijos, situados en cualquier punto del planeta, dentro o fuera de Cuba, pero bien cercanos, como oyendo el crepitar de nuestros dolores y el de tantas otras familias cubanas cuando aprieta no solo el zapato.

Ni hay obstáculo que se resista a tanta ayuda, que se reviste de acomodos de médicos, técnicos y enfermeros; de los amigos y hasta desconocidos. Ayuda pensada o espontánea, que busca y encuentra variantes increíbles, que se aparece con una chuchería o un racimo de plátanos, que te aloja sin exigencias, casi a la puerta del hospital, para evitar dolores adicionales, que te abriga con una frase, o te besa la sien a la hora en que una lágrima tiene que emprender la retirada porque la secan, juntas, todas las caricias.

Y créame si le digo que no aludo a quienes me rodean para cumplimentar los deberes periodísticos de ocasión con el anecdotario personal, sino para mostrar cuánto puede el amor, más allá de las diferencias de cualquier índole, y de la crisis que se agazapa en las curvas y se cree vencedora ante cada pitazo del “tren”.

A estas alturas, puedo coincidir con Vallejo, en aquello de que es cierto que en la vida hay golpes que se las traen. “Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma...”, pero hay un sino que preside las acciones de los seres humanos mucho más poderoso que todos los avatares, incluso, más potente que las guerras y las epidemias.

Puede que, a fin de mes, carezca del endulzante o se reitere la ausencia de plato fuerte; es muy probable que al bolsillo lo abandone el último vestigio de salario, pero aún así el tren nuestro, quiero decir el de la familia, no va a detenerse; ni tampoco lo hará el otro, el más grande, el de la patria, igual de sagrado, el que tira de infinitos coches, y marcha con el combustible de la esperanza, aun cuando no falten los intentos por descarrilarlo.


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