Las esculturas nos recuerdan quiénes somos, de dónde venimos y qué valores compartimos
En las plazas y calles de nuestras ciudades, las esculturas se alzan como silenciosos testigos del tiempo. Sus formas, materiales y significados se entrelazan con la vida cotidiana de las comunidades. Como guardianas del pasado y embajadoras del presente, cumplen funciones esenciales.
Desde la antigüedad, han adornado los espacios públicos. Sus líneas elegantes o sus formas audaces se integran con la arquitectura y la naturaleza circundante. Las plazas se visten con sus vestigios de mármol, bronce o acero, añadiendo belleza y un toque de misterio a la rutina diaria.
¿Recuerdas la estatua del caballero en la esquina? ¿O aquella figura abstracta que señala el camino al parque? No solo son arte, sino también señales en el laberinto urbano. Nos guían, nos dicen “estás aquí” y nos ayudan a encontrar nuestro camino.
No son solo bloques de piedra o metal. Son memoriales vivos. Rinden homenaje a héroes, líderes, artistas y luchadores anónimos. Nos recuerdan quiénes somos, de dónde venimos y qué valores compartimos. Son la voz de una comunidad que no quiere olvidar.
A través de sus formas, expresan ideales y aspiraciones. Están las que hablan de libertad y esperanza. Las que nos dicen que la valentía no se rinde ante la adversidad. Las que evocan el amor de pareja y a la familia como sostén de vida.
¿Qué historia esconde esa escultura en el parque? ¿Por qué esa figura de un niño leyendo un libro? Al estar en espacios públicos, nos desafían a pensar, a cuestionar, a dialogar. Invitan a sentarnos en sus bancos de piedra y a imaginar. ¿Quiénes fueron los artífices detrás de estas obras? ¿Qué sueños inspiraron sus manos?
Así, entre el bullicio de la ciudad y el susurro del viento, las esculturas también hablan. Cuentan historias de luchas, amores, utopías y desafíos. Son faros en la noche, recordándonos que somos parte de algo más grande: una comunidad que se forja en el presente, pero que también se nutre de su pasado esculpido en piedra.
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