Dos encuentros con Fidel
Un escritor moronense recuerda cómo conoció al líder histórico de la Revolución
Foto: Cortesía del autor
El día que Celia Sánchez me dijo que, cuando saliera publicada mi obra El jefe del Pelotón Suicida, me haría dos regalos —el primero, propiciarme un encuentro con Fidel Castro para que le entregara el libro autografiado; y el segundo, viajar a Morón a la presentación del mismo— sencillamente pensé que soñaba. No podía creer que mereciera ambos regalos cuando solo era un joven de veintidós años y estaba a punto de publicar mi primer libro.
Los inesperados giros de la vida hicieron que el primer ofrecimiento de Celia se pospusiera 20 años y el segundo no se cumpliera jamás, pues la obra se presentó en Morón, mi pueblo, el 30 de diciembre de 1979, mientras ella permanecía hospitalizada. Doce días después, murió. No obstante, en lo más recóndito de mis pensamientos, habitaba apacible la idea de hacer realidad la promesa de Celia.
En el verano de 1996, conocí a Ramón Castro, hermano del Comandante. Recuerdo que, al saludarlo, le comenté que se parecía mucho a Fidel, y él me respondió sonriente: “Es Fidel quien se parece a mí, porque yo soy más viejo”. Y agregó, sin sospechar la profecía de sus palabras, que “todos los cubanos nos parecemos a Fidel”.
Platicamos sobre Roberto Rodríguez, el Vaquerito, y acerca del libro que le escribí. Ramón se refirió a “la forma extraña y novelesca que tenía —según el Che— de afrontar el peligro”. También preguntó si Fidel tenía la obra y entonces le conté sobre la idea de Celia. Al final de mi relato, me dijo que él podía entregarle el libro, ya que lo visitaría con motivo de su cumpleaños. Busqué un ejemplar y le hice una dedicatoria donde le referí que cumplía con un deseo de Celia y lo felicitaba, además, por arribar a los 70 años. Al despedirme de Ramón, no sospeché que años más tarde pudiera entregarle a Fidel el mismo libro personalmente.
Sucedió de la manera más impredecible. Era viernes, 6 de noviembre de 1998. Sesionaba en el Palacio de las Convenciones el VI Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Felipe Pérez Roque, entonces ayudante personal del Comandante, se acercó a mí en uno de los recesos y me comunicó que al finalizar la sesión debía entregarle a Fidel mi libro sobre el Vaquerito. Le dije que no tenía ningún ejemplar a mano, y me replicó que eso no era problema. Al momento, el director de la Biblioteca Nacional José Martí me entregó un ejemplar tan conservado, que parecía acabado de sacar de la imprenta. Le escribí una dedicatoria urgente, y me preparé para el encuentro.
Mientras permanecía en mi puesto del plenario, mi mente era un torbellino. Pensaba en tantos acontecimientos inesperados. No creía que de un momento a otro iba a estar frente al mismísimo Fidel Castro. La imagen de Celia no se apartaba de mi mente: sus manos finas, su elegante delgadez, su mirada dulce, ocupaban mis pensamientos. Un aplauso prolongado me trajo de súbito a la realidad. Había terminado la sesión y los delegados se dispersaban por toda la sala. Fidel bajó la escalerilla de la plataforma y conversó con algunos miembros del Ejecutivo Nacional de la UNEAC.
Felipe fue a mi encuentro y me pidió que lo siguiera. Avancé tras él con la timidez de quien sabe que conocerá a un ser legendario. Cerca del Comandante, me quedé rezagado. Felipe se volvió, me tomó de una mano y me guio hasta ponerme justamente frente a Fidel. “Comandante —dijo—, este es Larry Morales, el autor de un libro que le quiere entregar a usted”. Fidel me tendió su mano, yo la tomé en mi diestra y lo saludé como en un sueño. Recuerdo el detalle de la delicadeza de su piel: era suave como una tela de cebolla, y sus dedos me parecieron los de un pianista consagrado.
Le entregué el libro y le dije que se trataba de mi primera obra. Abrió la página inicial y leyó la dedicatoria que le escribí. “Gracias. Ya conocía el libro —dijo—. Pero, ¿por qué demoraste tanto en entregármelo?” Ante aquella interrogante inquisitiva y desgarradora, mucho más por la personalidad que la formulaba, solo atiné a decir: “Comandante, la idea era entregárselo hace veinte años, pero hablar con usted no es fácil. La oportunidad llegó ahora. Más vale tarde que nunca”. Se echó a reír y me dijo que era una broma.
―¿Entrevistaste a Celia?
―Sí. Tuvimos tres encuentros.
―¿Ella fue la que te dio los datos de los primeros tiempos del Vaquerito en la Sierra?
―Sí, Comandante. Trabajamos en su oficina de Asuntos Históricos y me ayudó mucho.
―Entonces, está bien. Ella era muy meticulosa para atesorar los documentos. Te felicito por escribir sobre estos temas.
―Gracias, Comandante.
Fidel salió por una de las puertas laterales y yo atravesé el pasillo de la sala como un sonámbulo. Fui directo a la cafetería, pedí un café y me lo bebí. Solo entonces supe que no soñaba: nadie puede beber café mientras duerme. Los delegados bajaban en tropel las escaleras metálicas del Palacio para tomar los ómnibus. Caminé con ellos y, mientras esperaba de pie, pensé en la mañana invernal en que vi a Celia Sánchez por última vez.
II
Mi segundo encuentro con Fidel fue también por causa de un libro.
Cuando supe que el Comandante en Jefe, en una reunión con directores de las escuelas de arte del país, se refirió a mi obra, Medio milenio por Morón (Ediciones Ávila, 2000), tuve el presentimiento de que algún día se la entregaría personalmente.
Luego, para mi sorpresa, leí en el Granma lo expresado por Fidel durante un encuentro con directores municipales de Cultura. En aquellas declaraciones, elogiaba mi libro y se refería a algunos aspectos interesantes sobre la historia del terruño.
Pero, ¿cómo llegó la obra a sus manos? Poco después descubrí que fue a través del Comandante de la Revolución Ramiro Valdés. Este recibió el libro de mí, durante un recorrido que, en calidad de historiador, había realizado junto a él, en los Jardines del Rey. Ramiro me comentó que le agradaba el libro, pero jamás supuse que se lo recomendaría a Fidel.
A partir de entonces, las alusiones del Comandante sobre la obra mencionada se hicieron frecuentes. En un intercambio con estudiantes salvadoreños, en un encuentro con científicos, en una reunión con historiadores, en las palabras a los participantes en una Feria Internacional del Libro... Hasta que un día pude verlo y escucharlo por la televisión, sin que nadie me lo contara.
Mientras pronunciaba el discurso inaugural de la escuela de arte de Villa Clara, habló de lo mucho que le había agradado el libro, de la importancia que le concedía a ese tipo de literatura “bien contada”, como solía reiterar. Aquella noche tuve, más que un presentimiento, la certeza de que le iba a entregar al Comandante otro de mis libros.
Mis augurios no se hicieron esperar. A través de una llamada telefónica del Consejo de Estado recibí la noticia de que le entregaría la obra de marras a Fidel en un Consejo Ampliado de la UNEAC, al cual yo asistiría como delegado.
• Consulte aquí un resumen sobre la visitas de Fidel a Ciego de Ávila:
El domingo, 25 de febrero del 2001, fue un día memorable para mí. Con la puntualidad que lo caracteriza, el Comandante arribó al Palacio de las Convenciones. Yo permanecía sentado en la tercera hilera y pude ver cuando Abel Prieto, ministro de Cultura, le revelaba a Fidel mi presencia, señalándome con su dedo índice. El líder de la Revolución me saludó agitando su mano. Mis nervios estaban sedados porque, minutos antes, Carlos Martí, presidente de la UNEAC, me informó que la entrega del libro ocurriría al día siguiente, de modo que tendría veinticuatro horas para relajarme.
Antes de comenzar los debates, Fidel le dijo algo al oído a Carlos Martí, y este de inmediato le comunicó al plenario que debían hacerse cambios en la programación, y me llamó para que entregara el libro.
La sorpresa venció a la tensión nerviosa, de manera que avancé hacia la presidencia con serenidad. Al llegar junto a él, se puso de pie y me estrechó la mano con un gesto alegre y efusivo. Inmediatamente, le entregué el libro, cuya dedicatoria reproduzco: “Para el comandante y amigo Fidel Castro, estas historias mágicas y transparentes de un pueblo real y alucinante que lucha cada día por hacer realidad estos sueños. ¡Gracias por sus elogios y por su confianza! Lo abraza, un humilde escritor revolucionario”.
Leyó la dedicatoria y me dio las gracias. Enfatizó en que leyó el libro más de una vez, y que en varias ocasiones lo puso de ejemplo de cómo debía escribirse la historia de forma amena y sintética. Se refirió a los pasajes que más le agradaron, como, por ejemplo, el ferrocarril con raíles de madera, construido en Morón a mediados del siglo XIX para que el pueblo no sucumbiera de hambre y recibiera provisiones de La Habana, Caibarién y otros sitios.
Indagó por las fuentes que había utilizado para extraer los datos. Entonces le hablé de mi padre espiritual, el doctor Benito Llanes Recino, y de sus archivos repletos de papeles amarillentos sobre la historia de estas comarcas.
Finalmente me estrechó las manos —ambas a la vez— y me pidió que continuara escribiendo así. “Sí, Comandante —dije, a modo de despedida—, de eso puede estar seguro”.
Mientras regresaba a mi butaca en el plenario, iba pensando en la grandeza de Fidel, no solo como guerrero, estadista o intelectual, sino como ser humano. Había terminado de conversar con un símbolo, con uno de los hombres más grandes de la Historia.
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