Una historia contada en primera persona, ahora que Invasor cumple 42 años y yo 15 en él
En julio de 2006 empecé a contar en reversa los días de las últimas vacaciones de mi vida como estudiante. Alguien me dijo “disfrútalas, que luego ya nada será igual”, y estaba en lo cierto. Me había graduado de Periodismo en la Universidad de La Habana, después de cinco años intensos de aprendizajes en todos los sentidos, y dejaba atrás la sensación de haber estado ensayando demasiado tiempo para el gran estreno.
No recuerdo qué hice ese verano, si fue tan cálido o aburrido como siempre, si “disfruté al máximo” tal cual me habían recomendado. Para rematar, mi cumpleaños, a finales de agosto, tuvo igual connotación que todos los anteriores: ser la antesala de “la realidad”. Porque sí, por muy parsimoniosas que fueran las vacaciones, comenzar luego otro curso escolar o avocarme a la vida profesional, dejaba la sensación de haber vivido una ficción.
Llegué a Invasor una mañana de septiembre con ganas de seguir durmiendo y sin tener una idea cierta de lo que sobrevendría. Mi mala memoria no me deja escribir los detalles ahora, a las puertas de cumplirse 15 años de aquel día. Ya sé, voy por mal camino y de la mano del Alzheimer; acaso me consuelo diciéndome que lo importante no lo olvido.
Supongo que, si fue un lunes, mi entrada coincidió con los “congresos” del periódico. A ambos lados de una mesa larga y con forma de T, y a una distancia que hoy reprobaría cualquier epidemiólogo, los “invasores” gastaban toda la mañana en diseccionar el semanario impreso que circulaba desde el sábado anterior. Que si una coma, que si la mayúscula, que si el párrafo partido, que si demasiado espacio en blanco, que si la fotografía no tenía elemento humano. Pero ese era solo el aperitivo.
El plato fuerte del concilio de los lunes en Invasor era imaginar la nueva edición: el reportaje de tema económico redactado a dos o a cuatro manos; una caricatura de Osval que lo dijera todo con unos pocos trazos; la información de la zafra salida del central de Héctor Paz Alomar; el comentario al estilo paz-con-nadie, o sea, en la horma de José Aurelio Paz; una página enterita dedicada al deporte bajo la firma de las tres M; un oasis para la cultura en la séptima hoja; una nota de ciencia con toda la precisión de Moisés González Yero.
En aquel laboratorio se podía caer “en paracaídas”, con la agenda vacía y sin tener idea de sobre qué escribir, porque esa circunstancia sería muy temporal. Empezaban a llover opciones, direcciones, anécdotas, experiencias: “si vas a entrevistar a esa fuente no olvides preguntar por esto”, “para averiguar ese dato no vayas con fulano, sino con mengana”, “ahí la cosa no es el dónde, sino el por qué”.
Migdalia Utrera, la directora que empezó siendo muchachita como lo era yo en ese entonces, no se sentaba a la cabeza de aquella mesa y sí recuerdo haber pensado que esa era una buena señal. Hay un plano de lo simbólico en el que los diseños horizontales han demostrado eficacia para lo que algunos teóricos de la comunicación llaman “construcción de la agenda”, académico nombre de un proceso mediante el cual se decide qué publicar, cuándo y cómo.
Se hace intuitivamente, sin tanta teoría, pero ciertamente existen muchas formas. Al final, la horizontalidad a la hora de “armar el muñeco”, repartir temas y definir enfoques dejaba en aquellos periodistas no solo el deseo de someterse lunes tras lunes a un ejercicio hasta cierto punto rutinario, sino la impresión, ¡qué digo impresión!, la convicción de tener poder de decisión.
Permanecer entre los mejores de Cuba en el tratamiento de los temas económicos, y obtener importantes lauros en...
Posted by Periódico Invasor on Friday, August 1, 2014
• Lea toda la cobertura a propósito del aniversario 42 de Invasor.
No es que el tiempo nuble y endulce ahora la memoria. Migdalia tenía su carácter —una visión estereotipada del asunto diría que debía tenerlo, que las mujeres dirigentes son duras—, y podía imponer su criterio con toda la autoridad de su cargo, pero a la vez era maternal. En realidad, deberíamos decir “las mujeres dirigentes son maternales”, porque con eso estaríamos condensando (quizás otro cliché) la fuerza con la que una madre reprende o indica, y la ternura en el momento de enseñar, conducir.
Pero el 1ro. de septiembre de 2006 fue viernes; acabo de confirmarlo en Internet. Por tanto, hay muchas probabilidades de que ese día cayera yo en la redacción, en medio del proceso de diseño y maquetación del semanario impreso. Pude haber subido las escaleras y, en la recepción, Baby darme la bienvenida y llevarme a la dirección. Nos conocíamos, de estudiante estuve, mínimo, un par de veces en Invasor. No era, exactamente, lo que se dice una forastera.
Como era viernes Migdalia estaría leyendo las planas, con los espejuelos en la punta de la nariz, y me habría enviado a hablar con Mario Martín Martín (el hombre de las tres M), responsable de la “educación” de todos los nuevos, un jefe medio loco que como mismo orientaba un reportaje y te decía que el valor noticia brillaba por su ausencia, te cantaba una canción de Serrat, en Varadero ʹ73. No se me ocurre una mejor manera de aprender que con estos versos:
“Hoy puede ser un gran día
Donde todo está por descubrir
Si lo empleas como el último
Que te toca vivir.”
Hace 15 años en Invasor todavía quedaban máquinas de escribir Robotrón, aunque eran ya objetos destinados a museo o almacén de trastos, y cada periodista tenía en su puesto de trabajo una gaveta llena de recortes, páginas impresas, hojas escritas a mano. En el salón, que siempre ha sido un exceso para los “cuatro gatos” hacedores del periódico, había menos de cuatro computadoras (tengo la impresión de que mi desmemoria está siendo generosa) y era obligatorio hacer colas (vamos, que la cola es el verdadero dinosaurio de Monterroso) para digitalizar lo que muchos en ese entonces todavía escribían primero en el papel. En esa espera aprendí a pedir cooperación, que alguien leyera lo escrito y dijera esto sí, esto no; y luego que Teresa, Aida, Ballbé o Ileana Hera diseccionaran lo redactado, señalando subordinadas mal construidas, comas a destiempo, mayúsculas y minúsculas según la norma.
“Saca de paseo a tus instintos
Y ventílalos al sol
Y no dosifiques los placeres
Si puedes, derróchalos.”
Notarán que ciertas herencias he recibido. O a lo mejor yo tenía que ser “invasora”, sí o sí, y por eso 15 días antes de aquel septiembre, mientras la boleta de ubicación amenazaba con enviarme a otra redacción, me “paré en 31” y dije que si no iba al periódico no hacía periodismo. Por suerte no escribieron otra cosa en ese papel, pues las probabilidades de echar por la borda cinco años de universidad, realmente, estaban fuera del cálculo. Nunca creí que mi “pataleta” cambió el curso de los acontecimientos, pero la anécdota, ya ven, terminó sirviendo para algo.
Mario Martín Martín, quien fungió muchos años como Jefe de Información, junto a fundadoras del Periódico Invasor María Elena Carrazana (izquierda) y Joanne Ballbé (derecha).
Posted by Periódico Invasor on Wednesday, June 20, 2018
Como mismo sirvió, para mucho, una de las primeras coberturas a las que me mandó Mario Martín. Hubo problemas con el abasto de gas licuado en la provincia y mi encomienda era ir y averiguar por qué. La persona que me atendió en ese entonces, 2006 repito, me explicó con alguna reticencia. La cosa era que no había ese tipo de combustible y el país no disponía en ese momento del dinero para pagar un supuesto barco que ya estaba en el puerto (coincidiremos, otro dinosaurio). Se trabajaba para restituir el servicio lo antes posible. Cuando yo creía que tenía mis datos y ya casi me iba, el directivo me dice: “pero tú sabes que eso no se puede decir, pon que no hay gas licuado por culpa del bloqueo”.
Mi cara de “¿qué está diciendo?, ¿cómo se atreve?” no intimidó al funcionario. Salí de ahí con una molestia que se convirtió en reproche al llegar a la redacción. Mario me dejó hablar, desahogarme. Le dio cuerda al “por eso estamos como estamos”, “el bloqueo no es la justificación de todo”, “así no se puede”… Lejos de echarme en cara que aquella sería la primera de muchas veces en que el argumento gravitaría sobre escaseces y deficiencias, me dijo que no escribiera si no estaba convencida de que era verdad. La nota no salió en esa edición. En la próxima habría otros elementos que aportar.
Ese día empecé a hacerme periodista, a la sombra de un loco que imitaba a Serrat, mientras cantaba aquel mantra de “hoy puede ser un gran día, duro, duro con él”.