La muerte es en blanco y negro porque, de un tirón, borra los colores de la vida. Es una metáfora, claro. No hay tal cosa como un mundo sin color. Pero en efecto, cuando muere un ser querido, pasa mucho tiempo antes de que rompan los rojos, los azules, los amarillos, con esa fuerza arrolladora, vital. Cuando un ser querido muere no hay cómo evitar que se instale en el alma el gris de la tristeza, que no es frío exactamente, sino abrasador. Quema.
La muerte es un naufragio hacia adentro, decía el poeta. Se puede externalizar, quizás. Llorar, caer, hacerse un nudo en las manos, el estómago, la garganta. Se puede, incluso, intentar definirla o tallarla en el mármol que todo lo soporta.
Con la misma fiebre que provoca en quien sobrevive, la muerte se impregna en la piedra y toma forma de piedad, de guarda, de resignación.
Hay cementerios solos, /tumbas llenas de huesos sin sonido,
el corazón pasando un túnel / oscuro, oscuro, oscuro, / como un naufragio hacia adentro nos morimos,
como ahogarnos en el corazón, / como irnos cayendo desde la piel del alma.
Hay cadáveres, / hay pies de pegajosa losa fría,
hay la muerte en los huesos, / como un sonido puro, / como un ladrido de perro,
saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas, / creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia
A lo sonoro llega la muerte / como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,
llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo, / llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.
Sin embargo sus pasos suenan / y su vestido suena, callado, como un árbol.