Tribulaciones en la ruta Habana-Ciego de Ávila

Con el frenazo, y tratando de mantener el equilibrio, me tumbó el móvil de las manos. Siguió de largo. Jamás me ofreció una disculpa

“Ya la gente no respeta nada ni a nadie”, me dijo el hombre de la gorra negra sentado en el asiento contiguo al mío en la ruta 3313, Habana-Ciego de Ávila. Yo intentaba concentrarme en la lectura de la última novela de Stephen King.

“El otro día, estaba sentado en mi sala, cuando un hombre vino llamando a gritos a mis vecinos que no se encontraban en casa —continuó diciéndome. No salí a decirle nada porque nunca me ha gustado dar información de alguien cercano sin su consentimiento.

“Pero el extraño siguió gritando el nombre de cada uno de mis vecinos. Y hasta se bajó de la bici en que venía para llamar a golpetazos en puertas y ventanas.

“Y yo pensaba, si mis vecinos no quisieran ver a ese hombre, ¿no tienen ese derecho? Y mejor aún, ¿no tienen el derecho de que se les respete ese derecho?

“Ahí no paró el asunto. El hombre se me acercó y sin pedir permiso, me preguntó si la gente de al lado estaba ahí. Yo le respondí que no tenía cómo saberlo, porque esa no era mi casa”.

Ahí pensé yo —pero ese extraño también tiene derechos—. ‘¿Y si tiene una urgencia de vida o muerte? ¿No estará desesperado?’. Entonces recordé lo que una profesora decía en la universidad: detrás de cada actitud, por muy desdeñosa que sea, siempre hay una razón escuchable.

Pero el hombre seguía hablando y su voz ya comenzaba a irritarme. “Otro ejemplo —continuó—, en este ómnibus hay gente viendo novelas en su móvil a todo volumen; otros escuchan música en los aparatos esos portátiles, como si estuvieran en sus casas. Nadie respeta el espacio ajeno ni la propiedad social. Ni siquiera los choferes siguen los horarios y paradas establecidos”.

Del soliloquio del extraño pasé al mío. Mirando con atención noté que las pruebas del axioma inicial, “la gente no respeta nada ni a nadie”, abundaban: asientos rotos, cortinas agujereadas, desechos por el piso, celulares escandalosos... ‘Respetar es como detenerse a tiempo ante los límites’, me dije, ‘pero ya nadie se detiene ante nada’. Estas mismas páginas han publicado no una, sino cientos de veces, artículos sobre las indisciplinas sociales que ya no tienen un único escenario.

Dándome un manotazo en el hombro, como si supiera lo que yo estaba pensando, el de la gorra me dijo: “yo fui víctima de una quemada por colilla en este ojo, que me provocó un cochero al botar su tabaco hacia la vía pública”, y me mostró el ojo izquierdo. “Ni siquiera pidió disculpas ni detuvo el coche para interesarse por mí”.

No le comenté, pero pensé que en Cuba hay muchas resoluciones y leyes para regular el comportamiento ciudadano. Basta leer la Carta Magna para ganar en claridad sobre deberes y derechos. En el orden que como pueblo hemos acordado, unos cumplimos las leyes y otros las hacen cumplir, así funcionan casi todas las sociedades modernas, aunque, a veces, se trastroquen los conceptos.

Cuando llegó al lugar donde debía bajarse, el hombre de marras y las tribulaciones por esa gente que no respeta nada ni a nadie se puso de pie, dándome un pisotón. A pesar de la catarsis, nunca me dijo su nombre o su edad. Más de una vez pensé que podría ser mi abuelo. Con el frenazo, y tratando de mantener el equilibrio, me tumbó el móvil de las manos. Siguió de largo. Jamás me ofreció una disculpa.