En tres meses de pandemia, y aunque se lamenten pérdidas humanas y hagan falta sobreesfuerzos en la economía, la epidemia del SARS-COV- 2 en Ciego de Ávila dejó varias lecciones, que paulatinamente Invasor se encargó de señalar para que fueran bien aprendidas.
La pandemia nos quitó mucho y seguro serán largas y variadas las listas de cada avileño. Habrá quien se perdió el cumpleaños de un ser querido, niños que perdieron clases (aunque parecieran unas vacaciones muy largas las de este año), y planes aplazados. De acuerdo debemos estar todos en que las pérdidas que más dolieron fueron las de tres vidas humanas; porque, sufrimos pocas, sí, pero pesaron bastante, porque pudieron evitarse si se hubieran detectado a tiempo.
A estas alturas la mayoría debe estar pensando en cómo ponerse al día con el calendario, y, sobre todo, la gente de Turiguanó, que tiene 73 días por recuperar, nada menos que el más largo confinamiento en toda Cuba, tras el que se proponen seguir con sus vidas.
Yo, por ejemplo, me quedé esperando un abril que arrancara con el Piña Colada y la promesa de traer a Cimafunk; asistir por primera vez al Festival Jazz Centro, y gastarme los ahorros en la Feria del Libro. Pero en lugar de escribir sobre eso, me hallé contando con los dedos eventos de transmisión abiertos y cerrados, sumando día tras día los números que me dejaron darme cuenta de algo importante: aquel virus del que oíamos de lejos (y soltábamos un “solavaya”), realmente vino, y nos fue bien a la mayoría, a pesar de tanta cola, tanto besuqueo y tanto pronóstico nefasto.
Al final nos dimos cuenta de más cosas. De que los maestros de nuestros niños tienen más temple e importancia de lo que parece, y también de que la educación de ellos depende en última instancia de quienes tienen en casa.
Entendimos, más o menos a tiempo, que cuando las circunstancias aprietan no queda más remedio que intentar ser equitativos, y con eso las colas poco a poco han dejado de ser vistas como un mal necesario. Ya dijo Invasor que el desafío de la epidemia “llegó en el peor momento para la economía cubana, esquilmada durante décadas por el bloqueo estadounidense y maniatada por años de ineficiencia, improductividad en algunos sectores y no despreciables dosis de corrupción”.
En ese contexto, aprendimos que hay gente que bajo ningún concepto puede dejar de trabajar porque sobre ella se cimenta un país: y hablamos de agricultores, transportistas, trabajadores de la industria y de los servicios. Y que el hecho de “acoplarse” y echarse en el bolsillo las ganas de volver a trabajar en la recepción de un hotel para salir a hacer pesquisas también tiene su mérito.
Aunque la provincia pareciera un hormiguero, y muchos mantuvieran en alto su percepción de riesgo, hubo gente que debió aprender que los días de automedicarse y descuidar un catarro ya quedaron atrás, porque hasta de la disminución de las IRA se puede hablar; y si ahora nos enfrentamos al dengue, debe ser con la seguridad de que ya entendemos bien lo que quiere decir foco y el peligro que encierra la palabra contagio.
Por suerte, tampoco se olvidó la importancia de ser solidarios, de pensar en donar víveres a un centro de aislamiento, acoger temporalmente a personas sin techo, o meterse de manera voluntaria a la zona roja de un hospital.
En un buen tiempo, nadie debe olvidar que ese “ashé” inexplicable que nos puso al resguardo de las gotículas y sus virus es la ciencia de tantos médicos, el protocolo de un laboratorio impoluto, la matemática detrás de un pronóstico, y hasta la consejería psicológica que intentó hacer la cuarentena más llevadera. Después de tanto, lo mínimo que podemos hacer es no negar la experiencia.