Rosa Maché: sin tiempo para más

En algún momento del día Rosa se toma un Amlodipino. No le pregunté la hora, pero infiero que lo hace en las mañanas, más por hábito que por creer que un antihipertensivo podría salvarla del estrés de Urgencias y Emergencias, el servicio que ha dirigido por más de 20 años.

Increíblemente no debutó ahí ni por eso. Fue en la Grande-Rivière-du-Nord, la comuna donde tuvo que dirigir un hospital a la par de un director de Cabo Haitiano, opositor a Cuba y a su intento solidario. Tres años le duró aquel careo y pienso que en algún momento debió subir a la Citadelle, buscando casi más calma que historia, aunque eso tampoco se lo pregunté.

Ya lo había premeditado: a Rosa le haría la entrevista que pudiera y no la que quisiera; de modo que fui declinando preguntas, mientras sentía que le robaba un tiempo que ni siquiera le pertenecía.

Era de la enfermera que entra buscando ropa limpia porque un paciente aguarda; del que va preguntando por el desinfectante para asegurar que cada consulta lo tenga; de la mujer que le recuerda que tiene a un clínico esperando una sobrebata y no entiende por qué demora la ropera; del que se le agotaron los modelos de PCR y cree que allí puede encontrar una respuesta; de la enfermera que huele café y entra, con permiso, porque un buche la mantiene de pie; de quien tiene a un padre esperando por un angiólogo que debe bajar de la consulta y quiere que Rosa le ayude a localizarlo; del director del Hospital que entra diciéndole que el pasillo está lleno, otra vez, que la gente no ha entendido nada, que deben separarse, y ellos hacer algo….

Y fuimos testigos: dos días despúes de que el Luaces Iraola cerrara el evento de transmisión más grande de esta provincia, los avileños concurrían y no guardaban la menor distancia ni el menor temor. Padecían un insólito “Alzheimer” y acudían hasta sin justificar la urgencia.

Enfermera Así lucía el Iraola el pasado lunes a las 10:30 de la mañana

Minutos antes Rosa lo había advertido en una de las preguntas que sí pude hacerle. “¿Lo más difícil?, que llegan personas que no necesitan el Servicio de Urgencias y Emergencias e inciden en que otros que sí lo necesitan demoren en ser atentidos, quizás. Y lo mismo para el material gastable que puede agotarse, de momento. No le decimos a nadie que no, al final los atendemos a todos, pero aquí la gente viene por cualquier cosa, no van a su área de salud y eso entorpece mucho nuestro trabajo.”

Dos años atrás, el doctor Bayron Gil Casas, jefe del Servicio de Urgencias, nos hablaba del Triaje y de sus códigos de colores para atender a los pacientes, en dependencia del agravamiento que presentaran. Entonces las estadísticas mostraron consultas donde el 90 por ciento de los atendidos no tenían tal urgencia e Invasor titulaba aquel reportaje La “fiebre” del hospital. Transcurridos dos años la “destemplanza” aún no llega.

Por eso ella no habla de accidentes, infartos agudos, traumas… No. Rosa parece haber nacido para lidiar con esas cosas y se licenció en enfermería, hizo una maestría en Urgencias, se fue a Venezuela primero y luego a Haití, y entre intermitencias lleva 20 años dirigiendo la enfermería de ese servicio, en el Antonio Luaces Iraola. 28 enfermeros bajo su mando, en teoría. Sin embargo, siente que ese primer piso, del llamado Cuerpo de Guardia, carga literalmente con los otros pisos del hospital. Todo entra por ahí, así que ella debe lidiar, de paso, con todo lo demás.

La agenda lo explica un poco. Hice una marquita cada vez que alguien tocaba a su puerta, llamaba, entraba, interrumpía… fueron más de 20 en una hora, 21 para ser exacta, y Rosa solo se disculpaba creyendo que era demasiado ajetreo para una entrevista; no para ella, por supuesto.

Aunque sí; hubo un momento en que tuvo que cerrar los ojos y exhalar, como si fuera posible soltar lo que se le acumulaba, para luego suspirar y colocarlo todo de nuevo en su sitio. O casi todo, porque al instante dijo: “¿por dónde íbamos, hija?”. Y lo hizo condescendiente… segura de que sus 50 no le alcanzarían para ser mi madre, a menos que me tuviera a los 13.

— Le decía que el pasillo y las consultas también se llenan de gente, si nadie las detiene al entrar. ¿No debería haber alguna enfermera clasificando o impidiendo que cinco pacientes se paren en una puerta a esperar?

— Sí, eso es lo ideal y lo hemos tenido, pero hoy nos faltan personas para tener el servicio cubierto, comenta breve, a sabiendas de que urge una solución inmediata para frenar un flujo de avileños a los que nadie tendría que recordarles que deben guardar distancia, aun cuando las afecciones respiratorias se atiendan en otra área. Los asintomáticos de la COVID-19 han sido mayoría.

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Ante esa realidad los protocolos del Iraola han tenido un vuelco… y las condiciones de trabajo, también. En consulta del Cuerpo de Guardia los médicos usan sobrebatas, gafas y nasobucos, si bien algunos lo llevan doble, para no pecar por defecto, supongo.

Así los tiene Rosa, uno encima del otro, y se atreve a decir que no le falta el aire, que ya se acostumbró. Y le creo. Tiene un verbo suscinto, y no es mujer de rodeos ni muletillas. Si te dice que se ha estabilizado el material de enfermería le crees, porque te explica que la jeringuilla de 20 ml, que era la que más le escaseaba, ya la tiene. Si te habla de que disfruta asistir en Emergencias, confías al ver los ojos achinados por la sonrisa que oculta. Si te comenta que las guardias nocturnas no son una tortura terminas por darle la razón, a pesar de que no logres entender por qué ella u otra persona que ocupe un cargo administrativo no puede, por norma, cobrar esas noches de empleo.

EnfermeraRosa en Emergencias al lado de un colega, en uno de los pocos segundos en que pudimos captarla sin hacer nada

No podrías ni cuestionarle que diga que para ella nada ha cambiado, a la altura de la séptima semana del rebrote, en que la COVID-19 se sospecha más debilitada en el territorio. “Es que si te relajas, pierdes. Además, seguimos estando en peligro”, confiesa, mientras evoca los días recientes del evento de transmisión, cuando llegaba a casa de noche y extrañaba al nieto que prefirió tener lejos, por si acaso…

Justo ahí te aprovechas de su sensibilidad al evocar el tema y hurgas en su familia, en la idea de que Rosa no le ha dedicado casi media vida al hospital porque no haya tenido otra mitad que vivir, a plenitud. O incluso, una completa, fuera de allí. Te cuenta de lo que ve en el televisor por las noches, de que prefiere la cerveza al ron, de la pareja que no tiene ahora, del hijo que vive con ella, de su padre, presidente de los combatientes en la provincia, de quien parece haber heredado mucho más que la altura...

Y es que Rosa mide 1.80. Es imponentemente alta y se da el lujo de renunciar al tacón que usan tanto las enfermeras. Es bella sin esmerarse y creo que usa maquillaje pronunciado en los ojos para contrarrestar los labios que no se le notan. Así la vimos, parecía inmaculada. Aunque luego nos daríamos cuenta de que no tendría tiempo ni para arreglarse la cofia que no lucía este lunes a las 11:00 de la mañana. ¿Se le habrá olvidado?

EnfermeraRosa, una mañana cualquiera