Si la Humanidad hubiera dependido de los hombres para la supervivencia, nos habríamos extinguido después del primer catarro y del primer parto
No tengo dudas de que la peor parte de esta pandemia la han llevado las mujeres. No hablo de la composición por sexo de las estadísticas de contagiados o fallecidos, esa es otra lectura que ahora no puedo hacer. Hablo de cómo toca a las mujeres asumir los roles de cuidadoras y enfermeras, incluso estando ellas mismas enfermas.
Hasta ahora no he mencionado a Eric Marcel, mi niño de casi 13 años que estaba en casa el día que Eric comenzó con síntomas. De inmediato decidimos que no saliera de su cuarto, solo al baño, y empezó la batalla por no contagiarlo, si es que era posible que ya no lo estuviera. Confiábamos en que todos los besos que le negamos en más de un año nos hicieran el milagro.
Y ahí empezó mi rol de enfermera y cuidadora. Mi rutina era amanecer temprano, poner a hacer las infusiones, las vaporizaciones de eucalipto y el almuerzo, y limpiar. En esa primera semana Eric Marcel se bañó en días alternos, porque era la frecuencia con la que la COVID-19 me dejaba hacer las cosas. Un día amanecía mejor y al otro casi no me podía levantar de la cama. Entonces, el día en que creía que aquello ya estaba de vencidas, limpiaba el baño (mojazón incluida, por supuesto), calentaba agua y hacía que Eric Marcel se bañara de primero, a media mañana. Refunfuñaba, como siempre, pero tengo que reconocer que se portó muy bien.
Cada vez que Eric lo veía abrir la puerta, se alteraba y le decía que entrara al cuarto. Ese otro miedo es terrible también. Ya no temes solo por ti, sino por tu hijo, que lleva 17 meses encerrado, durmiéndose tarde en la noche, levantándose al mediodía, sin horarios ni entretenimientos, cumpliendo como podía el confinamiento, en medio de una tormenta de hormonas y la pubertad. Cuando se le decía que volviera a su cuarto-celda, él abría los ojitos como diciendo “del carajo”.
En realidad, mis pulmones me han salido bastante buenos (si es verdad que hay una relación entre ellos y el exceso de humedad), porque esos primeros siete días no dejé de mojarme, entre el fregado constante y el lavado de las manos siempre que iba a manipular un objeto o alimentos. Cocinaba, fregaba y al rato iba a mi sillón a pasar la fatiga y las sudoraciones. Después, una ronda de cocimiento, una inhalación, las pastillas de la presión arterial, las vitaminas, la aspirina por la noche.
Cocinar sin sentido del olfato y el gusto sí es un viaje a lo desconocido. Para Eric y para mi preparaba desde temprano una olla de caldo. Katia Siberia me mandó un nailon con unos vegetales deshidratados de donación y con eso los sopones de pollo o carne de res (que compramos en la tienda por el sistema de ventas en el CDR, que conste) no me sabían a gloria, pero eran la gloria.
Desde el balcón y con una jaba amarrada a una soga compramos viandas y aguacates de cuanto carretón pasó por el barrio. Para Erito había que cocinar aparte, porque ese vejigo no sabe lo que es una sopa desde antes de cumplir el año. La tanda de arroz con huevo y chicharritas al mediodía fue imponente. Para la noche sí había alguito más; sí, la carne de res que no solo fue a parar al caldo.
En medio de todo también lavé, porque se acumulaba la ropa covidiosa y no podía permitirme ese foco contaminante dentro de la casa; con nosotros sobraba. Así que martes y jueves, los días que me sentí mejor y que por coincidencia tocaba agua, le dije a la Ocean automática que tengo: “mi linda, haz tu magia”. Y así fue.
El domingo 15, cuando nos mandaron a ingresar, la mayor preocupación era qué hacíamos con Eric Marcel. En toda la semana no había siquiera estornudado, pero mandarlo con las abuelas era un riesgo que me volvía loca. Al final, mi suegra lo vino a buscar y lo mantuvo aislado también en un cuarto.
Permití que se llevara la laptop, por primera vez en su vida, y le pusimos dinero a su teléfono para que comprara datos. El muy sala'o los gastó más en juegos y YouTube que en videollamadas con nosotros. Ahora que estamos de alta clínica, el niño sigue allá, y parece que logramos que no se contagiara. Es eso, o pasó la COVID-19 asintomático. Nos queda la tranquilidad de que mis suegros no se enfermaron tampoco, cumplieron el ciclo completo de Abdala y ahora les están poniendo la Biomodulina T.
Sigo de enfermera-enferma, pero como Eric se siente mejor, compartimos más las tareas y las atenciones. La primera semana, no obstante, fue brutal. Y luego, durante el ingreso, pues igual, solo que no tenía que cocinar ni fregar, pero sí estar pendiente de las pastillas, del masajito en la espalda, de acompañarlo al baño y calmarle su ansiedad rayana en el pánico cuando tosía… Súmale a eso que en el cubículo había un par de ancianas que casi no se podían valer por sí mismas y no tuve corazón de dejarlas a su suerte; además de un baño que estuvo tres días inundado y no había personal de limpieza suficiente. No te voy a contar aquí lo que tuve que hacer, no vale la pena. Este diario no es para eso.
Lo que sí saqué en claro de este episodio (y que me digan lo que quieran, no cambiaré mi opinión, aunque haya excepciones que confirmen la regla) es que, si la Humanidad hubiera dependido de los hombres para la supervivencia, nos habríamos extinguido después del primer catarro y del primer parto. Créeme.
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