El protocolo de enfrentamiento a la COVID-19 exige aislar a los contactos asintomáticos hasta la realización del PCR. A simple vista los pacientes están sanos, pero el miedo se hace carne y nervio. Solo podemos saberlo por lo que cuentan los médicos y el personal de apoyo
A las 10:00 de la noche el doctor Alejandro Fernández Alpízar se sienta en una esquina de la litera y se queda absorto, pensando. Ha vuelto a la escuela donde, ocho años atrás, se escribió este jueves 3 de junio de 2021, día 68 del segundo año de pandemia, en que le ha tocado ser médico, psicólogo, amigo, novio e hijo en la distancia. Extraña la casa, no lo puede negar; a sus padres, su hermana, su novia. La nostalgia es una traidora y, mientras los periodistas le preguntan qué tan difícil es estar en la línea roja de un centro de aislamiento a sus 26 años, llega de sopetón y le moja los ojos, acaso para hacerlos más brillosos.
Los ojos más lindos, si preguntan por aquellos lustrosos pasillos con banda sonora de algarabía de gorriones, son los de Marisela Pérez Torrecilla. Se cae en un lugar común al decir que ese verdeazul de playa en calma es, quizás, lo que necesitan los cientos de personas a la espera de una buena o mala noticia. Más de 3 300 contagiados con la COVID-19 en Ciego de Ávila después, la mejor noticia del mundo es no cargar con el virus y la peor, obvio, todo lo contrario: saber que, aun cuando no se note, el “bicho” está allí, alimentándose de la impaciencia y el temor.
¿Miedo? Dice Enrique Lazo Martínez que el profe Évora no sabe lo que es el miedo y que, por eso, con tantos años de experiencia y vida sobre su delgada figura de siempre, asume con tranquilidad la tarea de custodiar la escuela, el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (IPVCE), donde ha enseñado Matemática a un número intangible de muchachos. Lazo Martínez, director del IPVCE Cándido González, asegura que no ha habido entre su claustro nadie que diera un paso atrás y es fácil creerle porque todas las áreas están limpias, el huerto cuidado y los jardines atendidos. Pareciera que todo está listo para que 300 estudiantes retomen las clases presenciales mañana mismo.
Mañana…, mañana sería un buen día para volver al sillón odontológico y la consulta llena de pacientes. El doctor José León Alfonso lleva dos meses al frente del centro de aislamiento de Ceballos 6, pero mucho más tiempo sin tomar en sus manos esos equipos ruidosos y “terroríficos” que, ¡viva la ironía!, devuelven sonrisas. Él viaja a diario a su casa y, aun cuando al llegar lo “obligan” a dejar la ropa en la puerta e ir directo al baño, reconoce que esa posibilidad le ayuda a mantener sus equilibrios. Al final, enfrentarse a la COVID-19 tiene mucho de eso, balances y contrapesos para cumplir la tarea de salvar y salvarnos sin volvernos autómatas con escafandras.
A las 10:00 de la noche, sentados en la esquina de sus literas o camas, todos se toman unos minutos para repasar lo que ha sido el día, dónde pusieron las manos, con quién hablaron, qué PCR resultó positivo, las entradas, las salidas, ¿cuándo se acabará esta pesadilla?, ¿cómo será volver a la “normalidad”?
Hacía 20 días que Omar Archía Silverio, Sargento del Ministerio del Interior, custodiaba el IPVCE Cándido González, de conjunto con los trabajadores del plantel, cuando cruzamos el umbral y nos tomaron la temperatura y los datos personales. Son ellos los encargados de garantizar la seguridad y tranquilidad, al tiempo que velan por el reglamento disciplinario del centro de aislamiento. Según confirma, en ese tiempo no ha sucedido ningún incidente.
Al final del pasillo central, un par de metros antes de las escaleras de acceso a los dormitorios, una soga de nailon delimita el área que cuidan Omar, Enrique Lazo y el profe Évora, y la zona donde los doctores Alejandro y José, Marisela, Félix, Malvis y unos cuantos más le ponen el pecho al SARS-CoV-2, enfundados en batas verdes, doble nasobuco y guantes.
En los dormitorios, 128 camas disponibles han tratado de conciliar el sueño de cientos de personas que a las 10:00 de la noche ponen la cabeza en la almohada, tal vez sin conseguirlo. El día que visitamos el centro apenas estaban cubiertas unas 58 y el doctor José León confirmó que en las últimas dos semanas se había producido un incremento, a tono con el agravamiento de la situación sanitaria provincial.
Pero como allí se aísla a los contactos asintomáticos, y este rebrote de COVID-19 ha mostrado más síntomas que los anteriores, no se ha rozado, siquiera, la cota de capacidad. Ni falta que hace.
Más pacientes significaría más trabajo y preocupaciones para Marisela Pérez Torrecilla (jefa de departamento de Servicios Técnicos de la Dirección Provincial de Educación), Félix Rodríguez Moreno (director del Instituto Politécnico José Antonio Echeverría) y Malvis Magdariaga Castellanos (directora de la Escuela Primaria Agustín Farabundo Martí). Ese jueves 3 de junio se preparaban para salir luego de cumplir 15 días haciendo labores de limpieza y desinfección.
¿Qué razones tendrían estos maestros para dejar atrás las escuelas y departamentos que dirigen (sí, los tres son cuadros, dirigentes) y dedicarse a limpiar los pasillos y dormitorios, las barandas, toda superficie donde pueda permanecer el virus?
La respuesta rápida sería porque sí, porque es lo que debe ser hecho, ahora. Pero habría que explicar que los tres estuvieron en el Hospital Provincial General Docente Doctor Antonio Luaces Iraola en septiembre, higienizando las salas de Terapia, que es lo mismo que decir en el peor momento de la pandemia en esa institución de Salud. Habría que hablar de que los tres sobrepasan los 50 años y son hipertensos; que dejaron en casa a sus hijos y familiares; y que allí, en el centro de aislamiento, son auxiliares de limpieza y, no obstante, no dejan de ser maestros. Y más.
El doctor Alejandro Fernández Alpízar estudiaba en el IPVCE Cándido González cuando sus padres, excelentes médicos avileños especializados en neonatos e infantes, recibían en las tardes, después del trabajo de todo un día, a madres primerizas como yo, con sus bebés en brazos, asustadas por un llanto o una tos.
Alguna que otra vez lo vi entrar o salir, pero no había cómo imaginar que el joven delgado y de ojos brillosos delante de mí era aquel muchachito. Cuenta que le ha tocado un contexto particularmente complicado, en el que debió graduarse y comenzar a trabajar en medio de una pandemia, sin tiempo para hacer recuentos ni tomar vacaciones.
Su día comienza a las 7:00 de la mañana y va de pasar visita, conversar con los pacientes, “darles terapia”, compartir sus pesares, hacer el “papeleo” de rigor, estar preparado para informar una mala noticia o no sorprenderse ante reacciones descompensadas por una buena, hasta estudiar un poco, cuando se puede. Si habla de su novia dice que es guapa (linda y valiente en dosis iguales) y le gusta tanto su profesión que no ha dudado en estar en la Zona Roja del Hospital Provincial Roberto Rodríguez, de Morón. La preocupación va y viene en mensajes y videollamadas de Whatsapp y la emoción, salada, sube y baja de los ojos, como la marea.
A las 10:00 de la noche, mientras muchos de nosotros estamos en casa apagando el televisor después de la novela, parados delante del refrigerador por un vaso de agua o preparando la cama para dormir, hay cientos de avileños que no pueden conciliar el sueño, con el miedo hecho carne y nervio, y otros miles haciendo todo lo posible para que así no sea.