Migración: El egoísmo de irse

Irse implica, a partes iguales, o incluso más, en muchas ocasiones, a quienes se quedan

Irse, casi siempre, es sinónimo de buscar prosperidad, de intentar la materialización de sueños. Es aventurarse a que en otra parte irá mejor y, por tanto, con suerte (o de ser tal cual lo pintan), conseguiremos lo primero, lo segundo y cuanto nos propongamos en el camino.

Esas aspiraciones no son juzgables, todo lo contrario. Nunca lo sería el propósito de un futuro en el que sientas realizados tus objetivos. Tampoco el mero hecho de no ceder a probar, de insistir en pos de generar nuevas y provechosas oportunidades.

Pero dentro de todo hay algo que afecta. Algo que puede ser invisible a los ojos de la ambición de superarse o a la creencia de que alcanzando metas también serán vencedores otros. Otros que son familia. Puede que ese algo esté ahí y sea totalmente evidente, pero que prefieras mirar al lado contrario, refugiarte en que, repites, esa será la forma de ayudar. Ese algo puede ser un obstáculo difícil de cruzar, aunque le pases por arriba. Irse implica, a partes iguales, incluso más, en muchas ocasiones, a quienes se quedan.

Y la referencia pertinente no es a las consecuencias dañinas de lo que genera la emigración por conceptos económicos, tal vez políticos o sociales. La referencia ahora es más intrínseca, más personal. Ese algo es el corajudo o cobarde, corajudo y cobarde, egoísmo de partir a sabiendas de que dejas atrás a Laura, a Mercedes y a Miguel.

Ni Mercedes ni Miguel se resistieron a que te fueras, sino al revés; te respaldaron y te dieron la fe de lograr, tanto que repercutieras positivamente en ellos, como de rebote. Y así se empezaron a resquebrajar internamente. A Laura no la escuchaste, más allá de los gritos.

Laura recién muda los dientes de leche y vive con su tía y un abuelo. Anda con zapatillas de marca. La mochila de un rosado que encandila luce un montón de princesas. Las golosinas que merienda en el receso le hacen la boca agua al del puesto de al lado. Laura tiene un móvil que no llega a calcular su precio. Pero eso, con la pila de peluches incluidos, lo cambiaría ahora mismo por el beso ausente de su mamá que le juró volvería lo antes posible.

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Mercedes continúa con sus complicaciones en la vista por constantes desprendimientos de retina. Su mañana es incierto. Decir invidente sería cruel, pero real. Es su día a día. El “bastón” que suponía su hermana hoy le da apoyo mediante llamadas, con la promesa de que, con la tecnología de allá, alguna vez recuperará la luz en sus ojos. Mientras, Mercedes tropieza y tropezará con sensaciones contradictorias de desierto e ilusión. Más de desierto que de ilusión.

Miguel perdió hace cuestión de un lustro a su esposa de tantísimos años; tantos que hacen falta varias vueltas para contar con los dedos. En el próximo mes se cumplirán par de años de que “perdió” a otro afecto; teme también no verla “por última vez”. La angustia es imborrable en su rostro, a pesar de que en casa convive con su otra hija, Mercedes, y la nieta Laurita.

Laurita seguiría sollozando sin control si la escena de la despedida rebobinara a aquel día de despedidas. Mercedes y Miguel repetirían similares palabras de aliento, seguramente. La incógnita es si de veras esa trinidad madre-hermana-hija, puesta a elegir nuevamente, sería tan egoísta de irse.

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