Gestos

Si con nuestras vidas podemos hacer algo por las otras, todo cobrará mayor (y mejor) sentido

La leyenda habla de un sacerdote que casaba a los amantes sin importar que el cristianismo estuviera proscrito en el 270, año en el que San Valentín sería decapitado un 14 de febrero y el suceso convertido en fecha simbólica para ponderar el amor.

Desde entonces la humanidad ha reservado para ese día las mieles de un romanticismo que —¡vaya histórica ironía!— nos puede hacer “perder la cabeza”. Pero desde entonces —si se quiere también— quedó demostrado que el amor puede ser un acto. Un gesto.

Si de Valentín a acá, 1753 años después, a usted se le ocurre celebrarlo en nupcias formales, por ejemplo, tendrá que esperar al 3 de marzo, día en que el Palacio de los Matrimonios avileño pondrá en disputa 30 nuevos turnos para solicitar por teléfono, aunque solo los más insistentes y suertudos podrían lograr la cita “fuera de fecha”.

Algún bromista dirá, con cierta dosis de razón, que ese acto podría poner a prueba la fe de los enamorados. No obstante, más allá de todo formalismo o trámite burocrático, amarse seguirá siendo un acto sin trajes, alianzas, firmas o testigos. Un gesto que, creo, alcanza su máximo esplendor cuando lo brindamos al desconocido. Ya no por creer en Dios o acatar el mandamiento bíblico de “amar al prójimo como a ti mismo”, sino por exaltar lo humano y creer en la “utilidad de la virtud”. Si con nuestras vidas podemos hacer algo por las otras, todo cobrará mayor (y mejor) sentido.

He sido testigo, incluso, de cómo un relato de lo hermoso ha colmado el alma y me ha devuelto esperanzas ante la desidia de quienes van con orejeras por la vida, enfocados en su narcisismo. He sonreído por algo tan simple como que un auto ceda el paso o pare, sin seña previa, para adelantar a la señora que lleva carga pesada y no cadera enfilada.

• Relatos hermosos los que escribía nuestro inolvidable José Aurelio Paz en su sección Marcapaso. Como este de El pájaro y la sirvienta

Porque si el amor estuviera en verdad en el aire y fuera tan fácil inhalarlo y exhalarlo en recíproca muestra, no me reprocharía el asombro de una donación de sangre que se ofrece al margen de fechas, saludos o accidentes. Ni otros donativos serían casi excluyentes de temporadas ciclónicas, a sabiendas de otras realidades muy dispares hasta en primavera, cuando dicen que todo florece.

Estar en la piel y los pies de los demás, a veces, parece ser excepción y no regla de convivencia entre iguales; y espantada de esas pequeñeces que van adosándose a la pesadumbre de los tiempos difíciles, al menos yo, me refugio en los actos de amor. En amores “a ciegas” por personas alejadas de nuestro círculo de afectos-sanguíneos que terminan, a su vez, perplejas de un amor inesperado.

Quizás por eso, aquel hombre en cueros no esperaba otra cosa que lo que ya iba teniendo ese martes 7 de febrero, a las 9:00 de la mañana, por el bulevar: burlas, y fotos para seguirse burlando luego, reproche, escándalo, ignorancia, dejadez… Iba ese hombre caminando sin nada hasta que un semejante ¿con todo? lo convenció de que el desasosiego podía igual mostrarse con la ropa que guardaba bajo su brazo. Y mientras, sollozando, vestía su desnudez, el otro dejaba su alma al desnudo.

Con un gesto, apenas.

Llegaría a contármelo tan afligido que de alguna manera sentí que el dolor ajeno se le había vuelto suyo. Padecía. ¿Y acaso no había sido así desde el principio? ¿No fue eso lo que le hizo detenerse, consolar, salir de allí a reclamarle a la parsimoniosa autoridad que esperaba instrucciones? ¿No sería esa la causa de que hurgara en su bolsillo y sacara los 100 pesos que, si acaso, pondrían unas migajas de pan en su estómago, pero que ese día significaban más de lo que dejaba en sus pantalones de hombre bueno?

Él no me perdonaría que lo nombre y yo no necesito nombrarlo para reconocerlo en otros.

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