Archivo Las historias fútiles debieran ocupar menos tiempo en nuestras vidas, y hasta las que trascendieron conviniera pasarlas a un segundo plano cuando se reducen a simples alusiones a esta o aquella fecha, a la consigna de rutina, o al epíteto que identifica al hecho o a la personalidad que se recuerda, como si “con alfileres” bastara para forjar o consolidar valores en los seres humanos.
El problema no reside en recordar aniversarios. En ninguna nación que se respete pueden alimentarse los olvidos, aunque los modos de celebrar o evocar lo que en el pasado marcó la génesis, el rumbo o ensanchó el camino, disten de ser uniformes en un mundo en el que jamás debiera obviarse lo original y distintivo.
Mientras los palestinos conmemoran el Día de la Tierra cada 30 de marzo —sin saber cómo terminará la evocación de turno de aquella huelga general que protagonizaron en 1976 y a la que el vecino Israel se encarga de sumarle mártires, ocupación y asentamientos ilegales año tras año—, en Suiza el 1ro. de agosto marca el histórico acontecimiento que tuvo lugar en 1291, cuando los padres fundadores de la Confederación Helvética juraron defender su libertad contra los señores extranjeros. No faltan entonces discursos y hogueras, fuegos artificiales, picnics y música tradicional en todo el país.
Y si los mexicanos hacen gala de patriotismo cuando veneran al cura Miguel Hidalgo, protagonista del Grito de Dolores, que estampó el inicio de la Guerra de Independencia en septiembre de 1810; en la India hacen lo mismo con la figura de “Mahatma” (Alma Grande) Gandhi, conocido como el Apóstol de la no violencia y la resistencia pacífica, y considerado Padre de la Patria de esa nación.
Tampoco en Cuba podemos darnos el lujo de olvidar los honores que merece nuestro Héroe Nacional ni “saltarnos” un 28 de enero porque “ya lo hicimos en años anteriores y siempre es lo mismo con lo mismo”, aunque expresiones como esta pudieran estar causadas por “homenajes” que no lo son, y que, de modo lamentable, sí tienen lugar cuando el calendario indica esta y otras efemérides.
Ocurren unas veces de manera inconsciente, otras, porque faltan conocimientos, energía creadora o sensibilidad, al punto de que aparecen “moldeados con almidón” y fórmulas huecas. Y en este espacio para lo negativo incluyo desde interpretaciones insulsas del pensamiento martiano hasta dramatizaciones, otras actividades culturales y actos, cuyos guiones en ocasiones constituyen remedos de anteriores intentos, o no reúnen un mínimo de calidad.
Claro que a José Julián Martí y Pérez siempre habrá que procurarle el espacio ganado a fuerza de genialidad, honradez y capacidad de sacrificio. Solo que, en este como en otros casos, quizás no exista mejor modo de traerlo al presente que evocarlo en todos sus detalles, para que el homenaje cale como debe ser en quienes, aun sin poder situarse a su altura de coloso, lo admiren e imiten en la medida de lo humanamente posible y en un contexto diferente.
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Me refiero a la necesidad de quererlo como se quiere a un padre, al que es deber y obligación conocer cuanto pueda conocerse, de modo que ahondemos en su obra y personalidad. Leer a Martí y a quienes dedicaron, y dedican, parte de sus vidas para profundizar en el legado martiano puede ser el inicio del camino, si se entiende que seremos mejores cubanos en la medida en que podamos identificarnos con las decisiones esenciales y los principios que lo distinguieron en poco más de 42 años de existencia física que hoy parecen una eternidad.
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Reanimar acontecimientos y protagonistas, como herramientas de cambio, en la mesa de trabajo de nuestro tiempo, bien pudiera ser tarea de todos los días porque, reitero, el problema no reside en recordar aniversarios en el país que sea, sino en saber recordarlos a la altura de su relevancia y actualidad.