Cuando la provincia es centro de atención, todos pensemos en la necesidad de doblegar esfuerzos para que sea agosto el último mes de desgracias y malos augurios
Que Ciego de Ávila se encuentre en un escenario sumamente complejo, con una curva ascendente de casos positivos a la COVID-19, no es casualidad y eso ya lo sabemos. Tal parece que no aprendimos la última lección y el virus vuelve a hacer de las suyas en una de las provincias menos densas de Cuba, si de población hablamos.
Aunque se violen protocolos, los medicamentos no aparezcan en las farmacias y las medidas se cumplan a medias o a conveniencia, también hay otra realidad: la del nasobuco hacia abajo, la de los niños en las calles, el hipoclorito que se nos olvidó echarnos antes de entrar a casa, la cola que pudimos impedir y el “eso a mí no me va a tocar”.
Entonces analistas empíricos debaten sobre las causas y los efectos inmediatos o a largo plazo de esta pandemia, y olvidan que todos cargamos sobre nuestros hombros parte de esa responsabilidad colectiva como sociedad.
Por eso es menester que, cuando la provincia es el centro de atención por parte de especialistas y autoridades, todos pensemos en la necesidad de doblegar esfuerzos para que sea agosto el último mes de desgracias y malos augurios. En un escenario donde el país, y por ende Ciego de Ávila, fue declarado en Fase de Transmisión Comunitaria, repercute cada acción que no se realice con el sentido común del momento que atravesamos.
Ya lo alertamos en Invasor cuando, en una reciente visita al Hospital Provincial General Docente Doctor Antonio Luaces Iraola, pudimos comprobar que la sala de Terapia Intermedia para pacientes con COVID-19 tenía las puertas abiertas de par en par, y al menos dos acompañantes bajaron las escaleras de esta institución de Salud para luego volver a entrar.
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¿Acaso tamaña irresponsabilidad es solo culpa del personal que allí labora? Las cadenas de contagios pueden ser incalculables para estos avileños y avileñas que entran y salen de Zona Roja sin control ni autocuidado alguno.
A ello sumémosle los primeros resultados contra el hurto y tráfico de medicamentos como parte de las acciones de control que ejecutan las máximas autoridades del país, orientadas por el vice primer ministro Jorge Luis Tapia Fonseca.
Que 13 personas (cinco del personal de enfermería y uno de servicios) estén involucradas en la sustracción de medicamentos en nuestras instituciones de Salud no nos sorprende, porque tampoco es una práctica nueva, pero lo que no podemos permitir es que sigan muriendo nuestras familias, vecinos, amigos, compañeros de trabajo… por esa furosemida que impediría a alguien convertirse en un número más.
Alarmantes son los 21 bulbos de rocephin, 87 de tramadol, 44 de dipirona, entre otros fármacos, más las 33 caretas de protección y dinero ocupado por el tráfico de insumos al interior de nuestros hospitales.
Si miráramos alrededor y tomáramos consciencia de la realidad de tanta desesperación, quizás nos cuestionáramos en qué momento perdimos los principios, los valores y la sensibilidad, todos opacados por la indiferencia ante el dolor ajeno. O peor aún, tal vez nos preguntáramos si existieron alguna vez, si siempre cerramos los oídos, bocas y ojos, solo para traducir lo que nos convenía.
La disciplina colectiva parte de la personal, de no hacernos los de la vista gorda ante los problemas, de no permitir que nuestros niños jueguen en las calles, ni siquiera con el nasobuco puesto, o de velar la cola a lo lejos sin necesidad de adentrarnos en la aglomeración.
El SARS-CoV-2 no hará tregua solo por el hecho de sentirnos impotentes ante las malas prácticas, porque, de una manera u otra, todos hemos sufrido la pérdida de alguien querido, de ahí que autodisciplina es la mejor arma para mantener alejado al virus de nuestras vidas. De ella dependerán el futuro control de la pandemia, la salida del confinamiento y un mejor sostén económico.