Están ahí, silenciosas, mudas, estáticas... Como testigos del ritmo cotidiano de la ciudad, de sus luces y penumbras, de sus penas y orgullos. Están ahí, empinadas, danzantes, llenas de vida.Y, la mitad de las veces, por costumbre, pasamos de largo sin reparar demasiado en ellas.
No obstante, si la historia del hombre puede ser contada por sus casas, como afirmó Martí, el alma de Ciego de Ávila también debe entenderse un poco en la contemplación de sus esculturas y monumentos.
Difícil tarea, cuando la desmemoria y el desgano campean a sus anchas; pero no menos útil, si tenemos en cuenta que el patrimonio escultórico avileño forma parte de la herencia que un día dejaremos a nuestros hijos y nietos.
También, porque la vida espiritual de una ciudad puede medirse en la protección que brinda a sus espacios públicos, a sus trozos de arte a cielo abierto. La conquista del pan, bien lo advertía el peruano Mariátegui, no puede ni debe divorciarse de la conquista de la belleza.
En el Parque de la Ciudad, frente a las aguas de La Turbina, se halla, quizás, el mayor cúmulo de esculturas del terruño. Un verdadero zoológico, compuesto por representaciones de diversos animales, vigila el ir y venir de caminantes y ciclistas. Cada pieza, fabricada con chatarra, aporta una breve pincelada al paisaje, una irónica y herrumbrosa manera de regalarnos la fauna del mundo a escasos metros del camino... ¿O quizás un guiño a la canción de Teresita Fernández, que reclama ponerle un poco de amor a las cosas feas?
Aunque no siempre el amor alcanza. Y allí está, para probarlo, el monumento que recuerda, en mitad de la Avenida de la Locución, el legado radialista de Ciego de Ávila. La instalación, situada en un espacio bastante céntrico, se yergue profanada entre miasmas y hedores, ante la mirada de tantos y la impunidad y la indisciplina de otros muchos.
Las esculturas aguardan en los rincones más insospechados de la ciudad: los bustos de varios patriotas, el galope de Máximo Gómez, las estatuas fúnebres del cementerio, la estampa sosegada de San Eugenio de la Palma, patrono de los avileños, e incluso la aberración estética y urbanística, a medio paso entre cajón y “bafle”, que fue emplazada en uno de los vértices de las calles Honorato del Castillo y Libertad.
Sin embargo, la más famosa de las esculturas avileñas no está en la ciudad de Ciego de Ávila, sino un poco más al norte. Es el Gallo de Morón, la conocidísima obra de Rita Longa, que ya resulta un símbolo imprescindible de la urbe y “canta” en la idiosincrasia y el humor popular de todo un pueblo.
Esta ave singular, empollada en los entresijos de la historia, trasciende la gloria cotidiana del terruño y figura, por derecho propio, en el alma cultural de la nación.
Faltarían muchas otras creaciones, regadas como semillas por toda la geografía avileña, algunas con más valor artístico que otras, pero todas con un innegable aporte a la necesidad humana de crear belleza y rodearse de ella.
La próxima vez que pasemos junto a una escultura, detengamos el paso y pensemos qué mensaje, qué palabras mudas, qué confidencia, intenta decirnos. Escuchemos con los ojos. Dejemos que cuente su historia.