Entre orgullos y pérdidas

La tierra aún no lo sabe. No hay jubileo en enero de 1925, cuando ve la luz del mundo Raúl Corrales Fornos, más del que suscita un nacimiento en sí. El orgullo vendría después. Cuando esos ojos, que vieron tan distinto al resto, se sabían avileños.

A Corrales, como a todos los artistas, lo suceden sus obras. Aquella foto excelente de 1960, llamada Sombreritos, con un grupo de jóvenes milicianos mirados desde arriba… O Mujeres, una toma de muchachas al borde de lo que parece un puente, y con tremendas poses de libertad. Caras en blanco y negro que parecen demasiado vivas para estar inmóviles.

Casi al mismo tiempo que Corrales nos nacía René Rodríguez, un poco más lejos. Y del Camagüey vino aquí a hacer su vida, y para nuestra suerte, su obra. De la absoluta originalidad de su paisajística no hace falta discurrir. Era un prófugo de las convenciones y lo demostró desde los trazos más comunes.

Y la tríada nos la completa Raúl Martínez. Que abrió los ojos dos años después que aquellos, también en esta tierra. Que no conoció fronteras entre diseño, collage, fotografía y pintura. Y regaló a Cuba entera piezas centrales de la memoria colectiva y el orgullo nacional, como el cartel cinematográfico de Lucía.

Tenemos pruebas de que Ciego de Ávila sí pare artistas. Y quizás haya que sumar a la evidencia nombres como el de Roberto Ávila, Bárbaro Toranzo, Noel Buchillón, Leonides Lazo Bernal, Pedro Quiñones... Jóvenes como Michel Moro, premiado hace poco en el World Press Cartoon.

Muchos años después de que aquellos tres grandes soñaran con las artes visuales, Ciego de Ávila es otra. Habría que anotar, en los logros, un sistema de formación con escuelas y casas de cultura, un sistema de promoción con galerías públicas, para todos. Ahora Raúl Corrales no tendría que estudiar de noche y trabajar en la madrugada. Y Raúl Martínez no tendría, como cuentan, que abandonar San Alejandro por no poder costearla.

Pero cada tiempo viene con sus desafíos y el nuestro es, quizás, despedir a los más jóvenes en su rumbo a La Habana, o mantener viva la creación sin un mercado del arte fuerte, desarrollado, que permita vivir al hombre (y la mujer) para que luego piense, sienta y devuelva todo eso en una pieza.

Tantos años después, tenemos talentos, escuelas, instituciones, eventos, pero también galerías sin visitantes, concursos que extienden sus plazos por falta de obras, espacios públicos “decorados” con cualquier cosa pero vacíos de arte.

El suplemento cultural de Invasor pone la mira sobre la tradición de artes visuales de la que puede preciarse la provincia, con la intención de que sirva de impulso, y de que la tierra, orgullosa, lo sepa.