Ciento veinticinco años son mucho tiempo. Casi tres vidas, si contamos lo corta que fue la suya. Hay gente así, como fuegos que alumbran demasiado, frenéticamente, y se apagan pronto, pero ya sublimes.
El caso es que la Tierra le ha dado muchas vueltas al Sol que él miró aquel mayo de fin de siglo por última vez. No es la misma Tierra. Hay más calor y menos especies. Más edificios y menos bosques. Pero eso es solo la superficie. Hay cosas que no cambian, por suerte. Por eso miramos nosotros a ese mismo Sol, con los mismos ojos humanos.
Así Martí salvaría todas las distancias. Nos observaría como padre indulgente mientras salimos cada noche, abuelas, hombres, niños, mujeres y perros; aplausos, pitos, cascabeles, canciones, a elogiar “a los que aman y fundan”, y vería que no es cosa femenina, sino humana, la tarea de consolar y animar.
Ninguna bata blanca o verde, ningún estetoscopio o medio de protección sofisticado, lo distraería de ver que las almas buenas todavía crecen al contacto “de las diarias miserias morales y materiales”, en “el combate con la sociedad y la naturaleza”.
Los sorprendidos seríamos nosotros de escuchar que él siempre supo que la higiene es la mejor medicina. Qué falta nos haría entender bien en estos días que “más que recomponer los miembros deshechos del que cae rebotando por un despeñadero, vale indicar el modo de apartarse de él”.
Sería feliz de ver como las niñas aprenden lo mismo que los niños, y no para poder hablar con ellos más que de “diversiones y de modas”, sino para “no tener que vender su libertad y su hermosura por la mesa o por el vestido”. Para no llamar amor a la esclavitud de la dependencia y la ignorancia, como no quiso él para su María Mantilla.
Hoy Martí pondría su fe religiosa al lado de la fe en la virtud humana, porque hay cosas que no cambian en milenios, y menos la moral de un hombre que refulge como un sol.
Y en esa apuesta a ultranza el misterio mayor sería comprobar si tras más de una centuria hemos aprendido bien que la patria no es solo el rencor hacia el enemigo, sino también “comunidad de intereses”, “dicha de todos y dolor de todos, y cielo de todos y no feudo ni capellanía para nadie”. Que más que eso, es mirar más allá de la nariz, y sentir en la mejilla el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre, de Ciego de Ávila, Lombardía o Nueva York.
• Patria es humanidad, léalo aquí
Al final no vería tantas cosas raras. Por más que este tercer milenio que recién empieza ya no se asombraría por la llegada del ferrocarril o la construcción del puente de Brooklyn. Lograríamos entendernos, como viejos amigos. Porque “el hombre —y léase por esta vez humanidad— es el mismo en todas partes, aparece y crece de la misma manera, hace y piensa las mismas cosas, sin más diferencia que la tierra en que vive”. Y al fin y al cabo, esta tierra que a veces quiere derretir el sol, fue también la suya.