Lápiz, cartilla, manual…

Cada 22 de diciembre recordamos la épica de aquella generación que puso alba de letras y números sobre el carbón, la pobreza y la ignorancia

La llovizna de diciembre salpica toda la plaza y envuelve, en su gélido abrazo, a los miles de jóvenes y adolescentes que esperan allí. A pesar del viento invernal, nadie tiene demasiado frío. Es imposible sentirlo cuando se permanece en medio de una multitud kilométrica y el cuerpo recibe el calor humano de quienes lo rodean.

De todas formas, aunque el frío apriete, la inmensa mayoría seguirá allí, a la espera de desfilar frente a la tribuna y escuchar por los megáfonos la palabra vibrante de Fidel. Necesitan oírlo. Ya lo saben, pero no terminarán de creérselo hasta que el Comandante lo diga: cumplieron la misión que el gobierno revolucionario les encomendó, estuvieron a la altura del reto y, gracias a su esfuerzo y sacrificio, Cuba desterró para siempre el analfabetismo.

Lápiz, cartilla, manual, alfabetizar, alfabetizar… El canto se escucha, a cada rato, entre la multitud. Un mar de jóvenes, envueltos en el uniforme algo desgastado de las brigadas Conrado Benítez, desborda los límites de la plaza y protagoniza un frenesí de banderas, lápices gigantes, cartillas y faroles. Con el libro en alto cumplimos una meta… Sigue brotando de cientos de gargantas el himno compuesto por Eduardo Saborit. Todos entonan, una y otra vez, eufóricos, aquellos versos que luego aprenderán y repetirán las generaciones venideras.

Los muchachos ríen, hacen bromas y hablan sobre el futuro: ese horizonte prometedor que ahora puede tocarse con la punta de los dedos. En la tribuna, junto al podio donde hablará Fidel, están el escudo de los alfabetizadores y una breve palabra que resume la epopeya colectiva del año 1961: “Vencimos”.

Vencieron, ¡claro que lo hicieron! No solo derrotaron a la ignorancia, sino que fue su proeza uno de los primeros desgarres sufridos por la moral rancia y trasnochada del orden social anterior. Bajo el paraguas de la Revolución, miles de adolescentes, jovencitas y muchachos criados sobre el asfalto de la ciudad recorrieron, por primera vez, los campos cubanos, para que nadie en lo más recóndito de la patria quedara sin aprender a leer y escribir. Y, enseñando, descubrieron la Cuba profunda, ese país interior, silenciado y olvidado.

Durante meses, los brigadistas llevaron “la luz de la verdad” a la gente humilde de las lomas, las ciénagas y las llanuras rurales de la Isla. Y cada noche, junto al brillo del quinqué y la sinfonía de grillos y lechuzas, las familias guajiras aprendieron, en aulas improvisadas, cuánto de novedoso y útil la Revolución decidió enseñarles; y escribieron, con trazos toscos y montunos, la esperanza de un mañana diferente, en el que todos tendrían las mismas oportunidades.

Por el camino quedaron las vidas truncas de Conrado Benítez, Manuel Ascunce y Delfín SenCedré, asesinados por el odio visceral y la mala entraña de quienes creyeron que matando jóvenes lograrían frenar la Campaña de Alfabetización. No lo sabían, no podían imaginarlo, pero el terror sembrado no sería capaz de apagar la antorcha del conocimiento.

Miles de maestros voluntarios e integrantes de las brigadas obreras Patria o Muerte también ayudaron a cumplir la meta trazada por Fidel: declarar a Cuba, en el plazo de un año, territorio libre de analfabetismo. Y ese 22 de diciembre, a solo nueve días de la nochevieja, pudo concretarse la utopía. Con sus mártires y sus páginas de heroísmo, la educación cubana desfilaba, vencedora del miedo y de la muerte, por las calles de La Habana.

Las imágenes en blanco y negro se repiten una y otra vez. Vuelven las caras de alegría, el entusiasmo por el torbellino de transformaciones sociales que apenas comenzaba entonces, y la emoción y las lágrimas tras el verbo electrizante de Fidel… La épica regresa cada diciembre en forma de fotos, videos y poemas; y uno, a la altura del 2023, daría cualquier cosa por haber estado allí, bajo la llovizna, en aquella plaza abarrotada de gente.