28 de enero de 1853: Una estrella se alzó para todos

 jose marti En 1853, mientras todos los pueblos de Hispanoamérica gozaban de formal independencia, Cuba, la Mayor de las Antillas, continuaba colonia de España, no de buen grado, pues ya había vertido mucha sangre por su libertad, y la idea de pueblo libre que lanzó el Padre Félix Varela, seguía cultivándola en aquella hora, con óptimos frutos, José de la Luz y Caballero, el inefable maestro del colegio El Salvador. 

La Habana, ciudad de las mayores del Nuevo Mundo, era famosa por la suntuosidad de sus edificaciones y por su puerto exportador de azúcar y de café en grandes cantidades; mas tanta producción, casi en su totalidad, provenía de seres en esclavitud, forma que  repudiaba la minoría antiesclavista, ávida de orientar por caminos morales el progreso de la Isla. 

El día que vino al mundo José Julián Martí y Pérez, al que con tanto acierto y justeza llamó Gabriela Mistral “El hombre más puro de nuestra raza”, ¿qué acontecía en La Habana? Una rápida ojeada a los cuatro diarios que se publicaban en San Cristóbal de La Habana nos proporcionarán suficientes datos para juzgar el ambiente en que nació el hijo de la isleña doña Leonor Pérez y Cabrera y del sargento primero de la Cuarta Batería de la Primera Brigada de Artillería, el valenciano don Mariano Martí y Navarro. 

Así, el periódico La Gaceta, bajo el título de Justicia publicaba: “Hoy sufrirá la pena de muerte en garrote vil, el pardo Francisco Camorra, por la muerte de un agente de Policía.”, “El papa Pío IX prorroga por ocho años el privilegio para que en señalados días de vigilia y abstinencia, se puedan comer carnes saludables”, mientras en las secciones clasificadas de ventas, cambios y alquileres de esclavos se anunciaba: “Se vende un negrito de 15 años, sano y sin tachas.”, “Se alquila una mulatica de ocho años, propia para servir a mano.”, “Se vende un negro calesero, con modales y correcto hablar”, “Se subastará mañana una negra para amamantar niños con abundante leche.”, “Se alquila negra para lavar y planchar”; mientras, el Diario de la Marina se hacía eco de la situación meteorológica y publicaba: “De noche y de día hace cuatro o cinco que se tiembla de frío de pies a cabeza.”

Pero el más importante suceso para Cuba y el Mundo, y que no podía recoger la prensa habanera, fue el nacimiento de quien, al pasar el tiempo, se convertiría en un héroe sin manchas. 

Ser a la vez cubano e hijo de español constituía en aquella época un conflicto inevitable, sobre todo si se nacía en el hogar de una autoridad colonial. Y esto último sucedía en la noche del 27 de enero de 1853, en la modesta casa de dos plantas de la callejuela de intramuros de Paula marcada con el número 41: la esposa del sargento Mariano Martí, del Real Cuerpo de Artillería estaba de parto. 

El prodigio de la maternidad estaba a punto de consumarse en horas de la fría madrugada en el hogar modesto pero pulcro de los Martí, mientras don Mariano distraía la nerviosidad de la espera conversando con su amigo José María Vázquez sobre las epidemias —a la razón frecuentes— del cólera asiático y la fiebre amarilla. 

Hablaban en el piso bajo, mientras arriba se lidiaba por traer a la vida una esperanza más, que sería más adelante la de un pueblo. Hacia el turbio amanecer sin sol, el llanto primero del recién nacido, predestinado a dolores indecibles y a entusiasmos épicos, anunció el alumbramiento. 

Y cuando don Mariano, después de la inolvidable confrontación con el vástago y la madre, suma para él de toda su vida sentimental, descendió a los brazos del amigo, este sentenció las felicitaciones con cariñosas ironías:

—Vaya —gritó—, un hijo le ha nacido al valenciano Mariano Martí y a la isleña doña Leonor Pérez. ¿Qué saldrá de ahí?

—¡Un cubano! —repuso el padre, inconscientemente profético, entre bromas y veras. Y examinó el santoral. Era el día de San Julián—  Se llamará como tú, que serás su padrino como hemos convenido, y le añadiremos el nombre que ha sacado. Se llamará José Julián.

Nadie lo esperaba, a excepción de sus progenitores. Nadie sabía de su llegada, de su destino, de la misión que iría creciendo con él. Era solo un cubano, muy poca cosa en aquel entonces. En aquel momento estelar, mientras la vida del niño alboreaba con el nuevo día, quizá en su exilio floridano de San Agustín, el presbítero Félix Varela, el noble sacerdote que nos enseñó a pensar, ya en su lecho de agonía, tenía el presentimiento luminoso de futuras libertades.

Dos generaciones sucesivas de cubanos se pasaban la antorcha para bien de la Patria que, al decir de nuestro Héroe Nacional, es Humanidad.

Una estrella se alzó para todos aquel 28 de enero, hace 167 años.

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