Los niños tienen derecho a decidir si cortan o no su cabello. En un acto tan sencillo como peinar podríamos ejercer violencia contra nuestros hijos. Reflexionemos
Sandra tiene el cabello largo, rubio como pelusa de maíz, y se ve linda. Desde bien chiquita le dicen que se parece a Masha, la niña del dibujo animado infantil que atormenta al oso todo el tiempo. Pero ya no quiere llevar su pelo largo porque cada mañana le duelen las sienes. Su madre le trenza el cabello para que no amanezca tan enmarañado, porque es difícil peinarla con el apuro del amanecer y, si está enredado, más que las sienes, le puede doler toda la cabeza, porque los halones de pelo son muchos y ya hasta le han pegado con el cepillo.
Adriana, por su parte, bota muchas felpas, hebillas, pellizcos; hasta que, hace poco, rompió el cintillo de flores, el preferido de su mamá, y en castigo fue obligarla a cortar su pelo largo, mientras lloraba sin parar.
Edelis quería unas sandalias nuevas; eran azules como la blusa que le regaló la abuela y, aunque primero se negó mucho, finalmente “fue convencida” a pagarlas con su precioso pelo, porque “todo no se puede tener a la vez”.
Historias como estas sobran. Las que aquí traigo son apenas el sufrimiento de tres niñas (cuyos nombres cambio para proteger su privacidad); tengo más ejemplos.
La madre de Sandra dice que todos los días es abrumador enfrentarse al peinado de su hija, después de una madrugada sin corriente, y el día largo y trabajoso que la espera; y yo quisiera comprenderla, solidarizarme con ella, mas no puedo, porque resulta inaceptable que un hijo deba pagar en la mañana, justo antes de comenzar su día, los sinsabores de las madres o de cualquier mayor que vele por ellos.
Halar el cabello siempre ha sido visto como un castigo, cortarlo como una humillación, venderlo como un despojo de un bien.
Y no es que a todo el mundo le gusta el cabello largo, a todos no les interesa llevarlo así; ni siquiera cuando somos niños, eso, como tantas otras cosas, es impuesto por los mayores, y muchos deciden cuándo halarlo, pelarlo o venderlo también.
Esas manifestaciones de violencia son conocidas y también, peligrosamente, van siendo legitimadas. Entre los miembros de la familia, muchos lo ven como algo normal; y los que no, pues no se inmiscuyen, porque “no tengo nada que ver con eso”. La realidad es que muchas personas saben cuándo sucede; cuándo las niñas son sometidas a este abuso que no deja de ser brutal, pero que lo hemos minimizado por décadas, y se puede llegar a aceptar como algo normal, aunque dista mucho de serlo.
El nuevo Código de las Familias llegó para reconocer los derechos de la infancia, asegurarles su autonomía progresiva y velar por el bien superior de los menores. Se les garantiza poder decidir, de acuerdo a sus edades, cómo vestir, cómo peinarse, qué comer. Podría parecer que el cabello es solo un “accesorio”, pero en la nuestra, como en muchas otras culturas, es muy preciado.
Existen organizaciones en la región que persiguen los delitos asociados al tráfico de cabello, porque hay una industria muy rentable, urgida de producir pelucas, extensiones, implantes para un segmento del mercado obsesionado con las llamadas ponytails (colas de caballo), el pelo largo y las trenzas.
Algunas noticias en la red de redes nos dan la razón: “Grupo armado irrumpe en escuela Vicente Suarez de Acapulco, México, para robar el pelo de estudiantes y maestras” (2018); “Incautan 13 toneladas de cabello humano, probablemente de prisioneros chinos” (2020); “Tráfico de cabello humano para lavado de divisas entre Paraguay y Brasil” (2022).
El cabello largo puede gustarnos o no; podemos cortarlo, pintarlo o aclararlo; llevarlo con un hermoso peinado o al descuido; venderlo o dejarlo botado en el piso de la peluquería. Cuando tenemos derecho a elegir qué hacer con él, no nos duele; sin embargo, si se nos obliga, sería un tormento.
Sufrir en la mañana un halón de pelo, un cepillazo, cuando se debiera partir felices a la escuela, no es justo que le suceda a alguna niña, como tampoco lo es ser despojada del cabello por castigo o para comprar algún bien; mas, lo que es peor, es que esos actos sucedan a diario y que nadie se digne a “meterse en eso” y denunciar.