Sin lío con los vecinos

vecinos ¿Para qué me voy a meter en ese lío? ¿Me incumbe? ¿Qué gano? Más que interrogantes son mis injustificadas justificaciones del día a día.

Primero aclararé que hablo en primera persona por un tercero sin el papel de Licenciado en Periodismo y, sobre todo, sin pretensiones de buscarse un problema. Me preocuparía que fuera lo último por completa indiferencia. Cobardía, ¿verdad? Digo que es una actitud casi pusilánime.

No negaré que este eufemismo, el término que busqué en el diccionario de la Real Academia Española, que algunos desconocen y pocos emplean, es una especie de refugio.

Me explico. No importa a la hora que escriba estas líneas. No importa que escriba. No importa si es de día o de noche. Incluso, si es de madrugada.

Si me siento mal, si no estoy de ánimo, si ocurrió una novedad en mi familia. No le importa que en el resto de los apartamentos la mayoría de los convivientes peinan canas. El vecino conecta su teléfono y la bocina y empieza un concierto de reguetón. Un concierto interminable con tantísimos exponentes. Y suena en este preciso instante una cuya letra no consigo entender.

No sé cómo Andy la canta toda. Lo escucho desgañitarse. Ni entiendo todavía por qué Laura casi siempre baila temas así, cual si intentara aplicar el intento de ¿doble sentido? o reproducir el “perreo” de las modelos. Andy y Laura empiezan a mudar los dientes de leche ahora. Y ni ahora ni nunca se me ha ocurrido subir al tercer piso, tocar la puerta y pedir, por favor, que bajen la música.

A Andy lo he visto rayando con una crayola las paredes del edificio y he pensado en decirle que no lo haga. Luego he pensado que qué regaño es ese, quién soy para regañarlo. A Laura la he escuchado gritarle a su abuela “tú no me mandas, vieja”. Y he escuchado a la mamá de Laura decirle a su mamá “deja a la niña tranquila”.

La mamá de Laura es la dueña de una cafetería. El negocio creció y, a su medida, aumentó el precio, más que la calidad de lo que expenden. Ni interrogo el porqué. Asumo respuestas como “no es obligado comprar”, “hay otras cafeterías”. Refuto: “con precios similares, aunque fuese al frente del hospital”.

A lo que iba, la mamá de Laura entendió que para seguir en ascenso debía colocar más sillas y mesas. Expandió el local en el portal. Ayer iba por una pizza y un refresco cuando vi que la mamá de Laura expulsaba a un señor que ocupaba una mesa afuera. El señor no ostentaba prendas doradas ni lucía marcas caras, ostentaba y lucía churre, mas pagó o le cobraron por adelantado. La clase de respeto y la de desprejuicio continúo sin impartirlas a quienes les engorda la arrogancia.

El padrastro de Andy es lo que llaman “un luchador de la vida”. Y entiéndase por “luchador” revender los artículos de primera necesidad que adquiere en tiendas de Moneda Libremente Convertible a la que no acceden los viejucos de la primera planta, por ejemplo. “Luchador” debe confundirse también con cobrarle cientos de peso por la “carrera” de un kilómetro en bici que, de mes en mes, le da al vecino, necesitado de atención médica en el policlínico Norte. Busco la semejanza inexistente de este “gladiador” con Mijaín y rebusco en mi ropero la capa de superhéroe que no tengo el valor de hallar.

Lo cierto es que, si bien cambié identidades y preferí el “yo” para frisar dedos con el teclado, solo encubro a alguien que no es único, a alguien que acumula multitudes, a alguien que al asomarse al balcón saluda por educación formal a unos hermanos como Andy y Laura, a los que la mamá y el padrastro les parece “cómico” que le saquen el dedo del medio a ese vecino que no hace más que reír “la gracia”, mientras soporta a decibeles rompe tímpanos “aquí to´ está rico / To´ está ok”.